Los últimos médicos con ojo clínico

"Si no es con una batería de análisis y con
siete radiografías, aquí nadie te
diagnostica ya ni un resfriado"

Era uno de esos maestros que no pueden ser citados sin el don por delante: don Antonio Aznar Reig. Catedrático de Medicina de Sevilla. De aquella España en la que todos, por lerdos que fuéramos en sanitarias cuestiones, sabíamos al menos cinco nombres de catedráticos de Medicina. La España del Hospital de San Carlos y de la Facultad de Medicina de Cádiz. La España de las grandes escuelas: la de Giménez Díaz, la de Marañón. Aquellos médicos humanistas con una buena biblioteca literaria, con aficiones a la fotografía, a la pintura, a la música. Los médicos que aún no padecían la dictadura del asegurado. Porque aquí, con la socialización de la Medicina, a quien socializaron de verdad fue a los médicos, no al ejercicio de esta ciencia que tanto tiene para muchos de religión o de magia. De supremos sacerdotes del templo de Esculapio, el Seguro de Enfermedad de Girón de Velasco primero, y la Seguridad Social de los últimos años del franquismo y de la democracia después, convirtieron a los médicos en proletarios de bata blanca, en asalariados del ambulatorio o de la consulta externa del hospital. Los enfermos, ahora, son para los médicos un número de cartilla. Pero los médicos, a su vez, son ahora para los enfermos una hora de cita previa:

---¿Cómo se llama tu médico?

---Ah, no lo sé, mi médico es el de la consulta de las diez...

Don Antonio Aznar Reig era de otros tiempos, y había resistido a la socialización de la Medicina; quiero decir a la deshumanización de la Medicina. Aún lo recuerdo aquel negro día de diciembre, en horas de zozobra, cuando un jornalero del fonendo había metido la pata hasta más arriba del corvejón y mi mujer estaba a punto de morir a causa de una septicemia originada por la ineptitud de aquel matasanos. Habíamos tenido que llamar a otro médico que en verdad lo era, quien, responsable de su oficio y de las limitaciones de sus conocimientos, me dijo:

---Yo me quedaría más tranquilo si llamáramos a consulta a mi maestro, a don Antonio Aznar...

Y don Antonio Aznar acudió a la clínica, y puso orden en aquel desconcierto, con la serenidad que los grandes maestros, con su sola presencia, imprimen a la lidia. Que en este caso era ni más ni menos que la del negro toro de la muerte, cuya cornada evitó don Antonio como los viejos sabios hacían estas cosas, sin darse la menor importancia, ejerciendo en verdad el sacerdocio que habían profesado, y no como ahora, que te encuentras por el pasillo de un hospital a un MIR de primer año y si le preguntas algo acerca de tu familiar enfermo, de momento te perdona la vida y después, si se digna contestarte, te dice que los médicos informan a las doce en su despacho, que él no tiene por qué decirte nada, que a tu pariente le están haciendo lo que ellos creen conveniente y punto.

Don Antonio Aznar, que seguía impartiendo su magisterio de vida y de ejercicio de la Medicina a pesar de sus años, había estado aquella mañana de su muerte jugando al golf. Al llegar a su casa, se sintió enfermo. Llamaron a sus hijos, que le dijeron que lo llevaban al hospital. Sentando la serenidad de la sabiduría que siempre imprimía en la cercanía de la muerte, dijo:

---Bueno, si me queréis llevar al hospital para vuestra tranquilidad, llevadme, pero sabed que no podrán hacer nada. Lo que tengo es una trombosis mesentérica, y no hay solución...

En su suprema sabiduría, don Antonio Aznar había diagnosticado la causa de su inminente muerte que, conforme a su pronóstico facultativo, ocurrió pocas horas después en el hospital adonde sus hijos lo llevaron. Por desgracia, cuando estos médicos tan proletarizados y tan sindicados estén en las circunstancias de don Antonio Aznar, me temo que ninguno de ellos podrá autodiagnosticarse, porque entre otras muchas cosas, esta Medicina computerizada y burocratizada que padecemos se ha cargado lo que los clásicos llamaban el ojo clínico. Don Antonio Aznar se autodiagnosticó por los síntomas, cosa que ya pocos médicos saben hacer. Estoy viendo cuando tengan setenta años a estos MIR que ahora te perdonan la vida por los pasillos del hospital, cuando les digan a sus hijos:

---Pedidme hora para una analítica, y para unas radiografías, y para una resonancia magnética y para un TAC, a ver qué es lo que tengo, que me he sentido un dolor muy raro aquí en al abdomen cuando estaba jugando los últimos hoyos del recorrido del golf.

Si no es con una batería de análisis y con siete radiografías, aquí nadie te diagnostica ya ni un resfriado. Hemos llegado a una perfecta cobertura asistencial sanitaria, dicen, de la sociedad española, pero también a unos médicos convertidos absolutamente en máquinas expendedoras de recetas y lectoras de resultados de análisis que traen en la columna del lado los valores normales, porque, en caso contrario, quizá tampoco sabrían interpretar cómo es eso de tu CPK tras el dolorcillo que has sentido aquí en el pecho. El ojo clínico es ahora el ojo del Gran Hermano de la Burocracia Sanitaria, mucho jefe clínico y mucho volante para el especialista, pero muy poco de Medicina entendida como un ejercicio de un sacerdocio humanitario. Lo digo porque aún recuerdo aquella serenidad que nos infundió a todos don Antonio Aznar nada más que entró por las puertas de la clínica de nuestras zozobras, cuando con temple de maestro le dio una larga cambiada a la muerte de Isabel mi mujer. *


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