Picoco

Se puede hacer un arte del mangazo, y Picoco lo hacía:
"Es que yo me veo por la mañana en el espejo
y me pido mil duros..."

Un fin de raza. Irrepetible. Cuando estábamos escuchando sus golpes de ingenio, sus cataratas de gracia, sabíamos que oíamos los últimos coletazos de la España que se fue con Lola Flores. Hablo de Vicente Pantoja, Picoco para el mundo del arte, para nuestra importantísima cultura oral, en trance de desaparición con la marcha de sus últimos grandes virtuosos.

Como autor ágrafo que era, cuentan y no paran de las mil y una historias de Picoco. Le pasaba como a Beni de Cádiz, como a Pericón: que sus dichos, ocurrencias y sucedidos, geniales, pasaban a esa tradición oral de la que eran creadores y continuadores.

¿Qué hacía Picoco? De sus labios, de su gesticulación única, con aquellos ojos que decían casi más que su boca llena de gracia, oí un autorretrato terrible. Fue en el bautizo del último nieto de Vicente, que tuvo de padrino a Curro Romero. Vicente hasta cantó aquel día, que nunca cantaba, y mira que estuvo en fiestas y escuchó cantes. Con José María García, su gran amigo, y con Pepín Cabrales, su compañero de la gracia de Cádiz, tuve la suerte de oírlo cantar.

Picoco tenía una voz como su persona: dulce, agradable, queriendo gustar. Pero lo suyo no era el cante. Me lo dijo en aquel autorretrato:

-Mira, yo, cantar, no canto. Bailar, tampoco bailo. Y sin embargo, he vivido siempre de las fiestas. ¡Como que lo mío es más difícil que barrer una escalera para arriba...!

Barrió para arriba todas las escaleras de la gracia. Dicen que fue uno de los españoles de su tiempo que mejor vivió. ¿Por qué? Porque Picoco era algo que ya tampoco se va estilando: buena gente. Y si tenía el supremo arte de contar, también la virtud del silencio. ¿Qué no habría visto, qué no habría oído Picoco en esas fiestas de Madrid, de Marbella, de Sevilla, donde lo llamaban como parte indispensable?

-Que venga Picoco...

Y con lo que llevaba visto, y oído, y sabido, nunca anduvo con chisme alguno. Si cualquiera de éstos que ahora viven de las exclusivas hubiera sabido el uno por ciento de la décima parte de la mitad de lo que Picoco sabía por haberlo vivido, se habría hecho rico largando. Pero Picoco nunca largó. Y cuando lo hacía, era con gracia. Se iba a celebrar la boda de Doña Cristina con Urdangarín y le preguntamos:

-Vicente, ¿y a ti Urdangarín qué te parece?

-¿Ungarín? Mira, ese gachó, de aquí a aquí...

Y con aquellas manazas, Picoco se señaló cada uno de sus dos hombros:

-Mira, de aquí a aquí, ese gachó tiene cinco mil duros en taxi, ¿no va a estar contenta la Infanta?

Por dentro llevaba las amarguras. Barriendo escaleras para arriba con Menchu en Marbella, con los Lapique, con Beni, con Los del Río, con sus fiestecitas, Picoco sacó adelante su casa y le dio educación a sus hijos. Los mejores colegios.

El problema era cuando a los niños le preguntaban la profesión del padre:

-¿Iban a decir los pobrecitos niños que su padre se dedicaba a mangar?

El verbo más practicado luego en la España del felipismo, mangar, lo elevaba Picoco a la categoría de arte. Se puede hacer un arte del mangazo, y Picoco lo hacía. Riéndose hasta de sí mismo:

-Mira, es que yo me veo por la mañana en el espejo y me pido mil duros...

Picoco cuentan que puso negocios, pero le fueron mal. Porque se robaba a sí mismo. Picoco tenía claro que, como la caridad, el mangazo bien entendido empieza por uno mismo: metía la mano en la registradora y se robaba a sí mismo.

Todo esto lo contaba en sus últimos años, retirado en Chipiona, como patriarca de una España que ya no existía.

Es pena que Picoco, como le pasó al Beni, como le pasó a Agustín el Melu, como le pasó a tantos y tantos flamencos del arte de barrer escaleras hacia arriba, se haya ido sin que se recoja el caudal de sus relatos, de sus comparaciones. De su gracia. Sus mil y una historias. Como cuando lo llamaron a aquella montería y lo animaron a que se fuera a un puesto. Y allí en el puesto, sin que se diera cuenta, le metieron una culebra muerta en el bolsillo del pantalón donde guardaba el pañuelo. Y cuando Picoco, que andaba resfriado, fue a sacarse el pañuelo, echó mano a la culebra. Con su dignidad de siempre, en plena serranía, entre los jarales y las breñas del puesto de la montería, Picoco arrojó con serena majestad la culebra al suelo, alzó la mano y su potente voz pudo oírse por todos aquellos montes como un poema ultraísta:

-¡Taxi!

En ese mismo taxi, para mangar la carrera, el genial Picoco se ha ido al jardín de Beni de Cádiz. *


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