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La segunda muerte de Antonio

Era de esos artistas grandes que se conocen con sólo mentar su nombre, sin necesidad de apellido. Como Leonardo es sólo Leonardo, y Miguel Ángel es sólo Miguel Ángel, e incluso Marcial, sin más, es el más grande, y no precisamente a base de epigramas latinos, sino de naturales y derechazos, bastaba decir Antonio para saber que nos estábamos refiriendo a Antonio Ruiz Soler. En todo caso se le conocía como Antonio el Bailarín. Fue como un Pabellón de España itinerante, por las ferias mundiales y exposiciones universales de los teatros de todo el mundo, del Bolshoi al Carnegie Hall. Cuando precisamente España no era bien recibida en el mundo, el mundo se le abría a Antonio el Bailarín, que era como si se abriera a Falla, a Picasso, a García Lorca. Andrés Segovia había elevado la guitarra flamenca a la dimensión de instrumento de concierto con sus melodías de los jardines de Aranjuez y Antonio había llevado el baile flamenco hasta las fronteras del ballet clásico: le enseñó su pasaporte de español universal y le dejaron traspasar esas fronteras.

Insisto que todo esto ocurrió en un tiempo difícil, cuando la imagen de España en el mundo era la de una dictadura, un tricornio de la Guardia Civil, un toro agonizante arrojando sangre por la boca y un poeta muriendo asesinado en el barranco de Viznar. Antonio fue, en cierto modo, como un exiliado de España con billete de ida y vuelta. En México estaban los intelectuales españoles que habían fundado el Fondo de Cultura Económica, en Argentina estaban los poetas, en Londres los profesores, y Antonio estaba en todas partes, sin dejar de ir a bailar las vísperas del 18 de julio a los jardines de La Granja. Allí tomaba como un salvoconducto para seguir defendiendo las ideas de su hermano, un comunista sevillano perseguido por el régimen que decían que Antonio representaba. O para apoyar como primera bailarina de su ballet a María Rosa, que era la hija de don Urbano Orad de la Torre, el artillero republicano que bombardeó el cuartel de la Montaña y sufrió luego las angustias de la conmutación de la pena de muerte.

Ahora que hace veinticinco años de (casi todo) nos llega la segunda imagen de la caída de aquel Imperio de arte que fue Antonio. Sus cuadros, sus recuerdos, sus papeles, sus trajes flamencos, sus sombreros de ala ancha, los apuntes de sus coreografías de El amor brujo o de El sombrero de tres picos, todo sale en almoneda, rompeolas de la vida, marea vacía de la Historia que deja en la playa restos olvidados, botellas de náufragos ya sin mensaje. Digo segunda imagen porque la primera imagen de aquel final de Antonio la tuvimos cuando aún estaba vivo. Náufrago de la vida, náufrago de sí mismo, inválido e incapacitado, acudió en una silla de ruedas al cementerio de Sevilla, a contemplar el lugar que había elegido para su tumba. Llevaba Antoniouna manta sobre las rodillas, como un gran señor de Jerez al pescante de su coche de caballos. Desde aquella silla de ruedas le fue dado el prodigio barroco de Miguel de Mañara, el señorito sevillano arquetipo inspirador de Don Juan. A Mañara, por milagro del cielo para que cambiara de vida y abrazara la verdadera fe de la caridad del Hospital que fundó con cuadros de Valdés Leal, le fue dado poder contemplar su propio entierro.

Yo creo que Antonio contempló su entierro aquella mañana en que fue a ver su propia tumba en el cementerio de Sevilla. En el silencio de Antonio contemplando su tumba adiviné que pensaba en cuanto ha ocurrido ahora. Almoneda final de sus recuerdos. Nunca dura una flor dos primaveras ni una fama en España más de una generación. Parece como que queremos borrar continuamente la historia. Que aprendan José Antonio Canales y Joaquín Cortés. Quizá dentro de unos años podremos asistir en Durán a la subasta de sus botines de baile.


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