Estados
Unidos está lleno de camas donde durmió George Washington.
Doradas camas altísimas, de siete colchones como la de La
Sebastiana que cantaba Lola Flores. En estas camas históricas, un
letrero turístico proclama: "Aquí durmió Washington".
A poco que viajes por Estados Unidos, te enseñan tantas camas de
Washington que llegas a pensar que este tío era un dormilón. O
que los americanos le inventan camas. Si el padre fundador de los
Estados Unidos hubiera dormido en todas esas camas, ni
independencia, ni Constitución, ni nada: no hubiera podido hacer
otra cosa en su vida que dormir.
Aquí en España hay una
persona, una egregia persona, que en sus recorridos por las
diecisiete autonomías, una tras otra, va camino de ser nuestro
George Washington a efectos de camas. Me estoy refiriendo a S.A.R.
El Príncipe de Asturias. Los aficionados a los toros como su
augusta abuela Doña María podríamos decir que a Don Felipe lo
están placeando, para que le coja las distancias y las medidas, y
se aprenda los resabios y las querencias del viejo toro de
España. El toro de España es un cinqueño. Pero cinqueño no de
años, sino de siglos. Cinco siglos tiene el burel, que lleva
herrado en la peletilla el 2 de 1492, año en que fue parido como
concepto de nación y de Estado. Durante estos viajes por el
tópico de la piel de toro, de ese toro cinqueño, en jornadas
agotadoras, el Príncipe de Asturias visita parques naturales y
parques tecnológicos; se reúne con empresarios para oír
proyectos y con comités de empresa para escuchar reclamaciones;
se pone la bata blanca en los laboratorios de investigación y el
casco de obras en las obras de Cascos. Al final de la jornada, el
Príncipe debe de acabar tan cansado que cuando se eche a dormir
le tiene que pegar a las camas unos palizones importantes. Como
dice mi amigo Curro Romero, el Príncipe debe de pegar unos
ronquidos que se oirán en Pamplona.
Por eso he encontrado la
medida para aforar el volumen y densidad de los viajes del
Príncipe: la cama. En su último viaje andaluz, Don Felipe ha
dormido en diecisiete camas distintas, que se dice pronto. Camas
de palacios reales, como el Alcázar de Sevilla, y camas de
hoteles y de paradores nacionales. Le habrán tocado camas duras
como peñascos y esas camas tan blandas que se hunde uno como un
"Titanic" entre sábanas. Esto de las diecisiete camas
lo sé de buena tinta. De tinta regia. Cuando en la cervantina
recepción de Palacio felicité a Su Majestad por cómo el
Príncipe se había metido a los andaluces en los bolsillos de su
anorak de esquiador de Sierra Nevada, Don Juan Carlos me comentó
las palabras entre padre e hijo al término de este viaje:
-- ¿Cómo te ha ido,
Felipe? --le preguntó el Rey.
-- Papá, he dormido en
diecisiete camas distintas. Es la medida de los viajes de Don
Felipe: la cama. La cama washingtoniana del "aquí
durmió"; por algo S.A.R. es graduado por la Universidad de
Georgetown. A partir de ahora, cuando la Casa del Rey programe los
futuros recorridos del Príncipe por sus Españas, serán, a
saber: viajes de tres camas, viajes de cinco camas o viajes de
quince camas. Con el mérito añadido para el Príncipe de
Asturias de que si usted o yo, de la infantería de los españoles
bajitos, extrañamos esa cama del hotel, nada le digo de lo que
Don Felipe echará de menos la suya propia, con esa estutura de
NBA. En su viaje andaluz, Don Felipe no sólo ha dormido en
diecisiete camas distintas, sino que se las ha tenido que aviar
para que le cupieran los pies en todas ellas. Son los gajes del
regio oficio. Me estaba contando el Rey lo de las diecisiete camas
y me acordaba de Manolo Flores "Camará", el apoderado
taurino, quien me ha repetido:
-- Antonio Ordóñez decía
que para ser figura del toreo hay que aprender a dormir en el
coche.
Para ser figura en el arte
pegarle muletazos al toro de España con la derecha y con la
izquierda, como el Príncipe de Asturias, hay que aprender a
dormir en diecisiete camas distintas. Una por cada autonomía.

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