Estaba
cayendo hermosamente la tarde. El sol doraba las flores nuevas del
Campo del Moro. Era el Día de Cervantes. El Rey había dado su
anual recepción a los escritores y salíamos por aquella escalera
con los alabarderos dando guardia, donde te sientes orgulloso de
haber nacido en España. Salíamos de Palacio por ese Patio de la
Armería que aún nos trae el impresionante recuerdo de una marcha
procesional sevillana, "Quinta Angustia", sonando en la
música de la Guardia Real tras el armón que llevaba los restos
del Conde de Barcelona.
En esas memorias de una
melodía sentimental y de un gran español estábamos, cuando de
pronto empezó a oírse a lo lejos una música inconfundiblemente
regia. Los pífanos de los alabarderos. La antigua música de
pífanos del Real Cuerpo de Alabarderos que inconfundiblemente
suena a Institución monárquica. Hasta el punto de que cuando el
genial maestro Quiroga le puso música al "Romance de la
Reina Mercedes" de Rafael de León, en la falseta de
introducción reprodujo una de esas marchas de los pífanos de los
alabarderos. Oyes a los alabarderos en esa entrada de la copla y
al punto suena toda la Plaza de Oriente, ay, dolor, de la
Restauración, y ves hasta el paisaje del poema de Agustín de
Foxá, cochecito lerén incluido.
En la soledad del Patio de
la Armería de la tarde abrileña del Día de Cervantes, aquella
música ritual volvía a sonar porque iban a proceder al relevo de
los plantones que los soldados de la Guardia Real hacen en las
garitas y puertas de Palacio. Ros con rojo, guerrera azul turquí,
un pelotón de guardias reales con su uniforme de época venía a
hacer el relevo, a los sones de aquella música. Les dije a
quienes conmigo salían de Palacio:
-- Si esto fuese Londres, no
veas la bulla de japoneses que había haciendo fotos y más fotos
del relevo...
No he estado en Madrid
ningún primer miércoles de mes, cuando los relevos de la Guardia
se hacen en Palacio no con esta equilibrada sencillez castrense,
sino con toda solemnidad de la ceremonia del cambio de guardia,
que era gratuito espectáculo diario de las mañanas madrileñas
del tiempo de Don Alfonso XIII. Me temo que nadie sabe que los
primeros miércoles de cada mes se celebra este solemne cambio de
la guardia en Palacio.
-- ¿Tal como hacen en
Londres todas las mañanas en Buckingham Palace, que se pone
aquello de turistas así?
-- No, mejor, porque en
Londres no tienen alabarderos, ni pífanos que suenen al romance
de la Reina Mercedes...
Dije esto, naturalmente, con
la boca chica, sólo por orgullo español. Porque cada vez que los
ingleses celebran tan maravillosamente una de sus grandes
solemnidades de la Corona me dan envidia. Como soy partidario de
la Monarquía por razones estéticas, me dan una envidia espantosa
esos ingleses que están tan orgullosos de los ritos de su Corona,
que acuden a presenciarlos y a participar en ellos sin el menor
complejo de nada. El Jubileo de la Reina Isabel II no es que me
haya puesto los dientes largos: al suelo me llegaban los dientes
cuando la soberana británica iba por el Mall en su dorada
carroza, en un cortejo tan armónico, con una página del
patrimonio histórico-artístico hecha vida, y dando ademas esa
imagen tangible de la continuidad y la estabilidad que significa
la Monarquía, con el Príncipe de Gales y la Princesa Ana a
caballo y de uniforme tras el regio carruaje. Aquí en España,
ay, habrían dicho que eso es una antigualla, que la Monarquía ha
de ser moderna. Aquí, en el Jubileo, nos hubiéramos quedado
sólo con la parte del concierto de música pop británica, con
los Beatles supervivientes y no con el tesoro de la carroza dorada
y los ritos.
Desde esta envidia a los
ingleses, me hubiera gustado que hubiéramos celebrado de esta
forma, con esa solemnidad de rito y ceremonial, el Jubileo de
Plata de los veinticinco años del feliz reinado de Don Juan
Carlos. Aquí valoramos lo nuestro tan poco que si ves llegar una
carroza dorada solemnemente a Palacio, no te quepa la menor duda:
en absoluto es el Rey. Es un embajador que va a presentarle sus
cartas credenciales.

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