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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3019 - 20 de junio del 2002                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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"Jazmines en el ojal", editorial La Esfera de los Libros, prólogo de María Dolores Pradera   

"JAZMINES EN EL OJAL", nuevo libro de Antonio Burgos

 

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Estaba cayendo hermosamente la tarde. El sol doraba las flores nuevas del Campo del Moro. Era el Día de Cervantes. El Rey había dado su anual recepción a los escritores y salíamos por aquella escalera con los alabarderos dando guardia, donde te sientes orgulloso de haber nacido en España. Salíamos de Palacio por ese Patio de la Armería que aún nos trae el impresionante recuerdo de una marcha procesional sevillana, "Quinta Angustia", sonando en la música de la Guardia Real tras el armón que llevaba los restos del Conde de Barcelona.

En esas memorias de una melodía sentimental y de un gran español estábamos, cuando de pronto empezó a oírse a lo lejos una música inconfundiblemente regia. Los pífanos de los alabarderos. La antigua música de pífanos del Real Cuerpo de Alabarderos que inconfundiblemente suena a Institución monárquica. Hasta el punto de que cuando el genial maestro Quiroga le puso música al "Romance de la Reina Mercedes" de Rafael de León, en la falseta de introducción reprodujo una de esas marchas de los pífanos de los alabarderos. Oyes a los alabarderos en esa entrada de la copla y al punto suena toda la Plaza de Oriente, ay, dolor, de la Restauración, y ves hasta el paisaje del poema de Agustín de Foxá, cochecito lerén incluido.

En la soledad del Patio de la Armería de la tarde abrileña del Día de Cervantes, aquella música ritual volvía a sonar porque iban a proceder al relevo de los plantones que los soldados de la Guardia Real hacen en las garitas y puertas de Palacio. Ros con rojo, guerrera azul turquí, un pelotón de guardias reales con su uniforme de época venía a hacer el relevo, a los sones de aquella música. Les dije a quienes conmigo salían de Palacio:

-- Si esto fuese Londres, no veas la bulla de japoneses que había haciendo fotos y más fotos del relevo...

No he estado en Madrid ningún primer miércoles de mes, cuando los relevos de la Guardia se hacen en Palacio no con esta equilibrada sencillez castrense, sino con toda solemnidad de la ceremonia del cambio de guardia, que era gratuito espectáculo diario de las mañanas madrileñas del tiempo de Don Alfonso XIII. Me temo que nadie sabe que los primeros miércoles de cada mes se celebra este solemne cambio de la guardia en Palacio.

-- ¿Tal como hacen en Londres todas las mañanas en Buckingham Palace, que se pone aquello de turistas así?

-- No, mejor, porque en Londres no tienen alabarderos, ni pífanos que suenen al romance de la Reina Mercedes...

Dije esto, naturalmente, con la boca chica, sólo por orgullo español. Porque cada vez que los ingleses celebran tan maravillosamente una de sus grandes solemnidades de la Corona me dan envidia. Como soy partidario de la Monarquía por razones estéticas, me dan una envidia espantosa esos ingleses que están tan orgullosos de los ritos de su Corona, que acuden a presenciarlos y a participar en ellos sin el menor complejo de nada. El Jubileo de la Reina Isabel II no es que me haya puesto los dientes largos: al suelo me llegaban los dientes cuando la soberana británica iba por el Mall en su dorada carroza, en un cortejo tan armónico, con una página del patrimonio histórico-artístico hecha vida, y dando ademas esa imagen tangible de la continuidad y la estabilidad que significa la Monarquía, con el Príncipe de Gales y la Princesa Ana a caballo y de uniforme tras el regio carruaje. Aquí en España, ay, habrían dicho que eso es una antigualla, que la Monarquía ha de ser moderna. Aquí, en el Jubileo, nos hubiéramos quedado sólo con la parte del concierto de música pop británica, con los Beatles supervivientes y no con el tesoro de la carroza dorada y los ritos.

Desde esta envidia a los ingleses, me hubiera gustado que hubiéramos celebrado de esta forma, con esa solemnidad de rito y ceremonial, el Jubileo de Plata de los veinticinco años del feliz reinado de Don Juan Carlos. Aquí valoramos lo nuestro tan poco que si ves llegar una carroza dorada solemnemente a Palacio, no te quepa la menor duda: en absoluto es el Rey. Es un embajador que va a presentarle sus cartas credenciales.

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