Para
bien o para mal, el rodríguez ya no existe en la literatura
veraniega de periódicos, y hasta hay que explicar qu� fue: el
padre de familia que, en los largos veraneos que duraban de San
Pedro a San Miguel, se quedaba trabajando en la ciudad mientras
mujer e hijos se iban a la playa, donde los visitaba el fin de
semana. El rodríguez tenía su leyenda negra de ligón urbano,
que en la mayoría de las ocasiones no se comía una rosca.
Por culpa del rodríguez he
pasado uno de los mayores apuros de mi vida. Era un verano
trianero de la Velada de Santa Ana, a orillas del Guadalquivir.
Fernando mi hijo apenas tenía seis años, y con él e Isabel mi
mujer paseábamos por la Velada cuando nos encontramos con el
director de mi periódico. También tomando el fresco en la
Velada, venía el hombre con una chica joven. Yo sabía que era
una compañera, colaboradora del periódico. Pero Fernando mi
hijo, en la leyenda del picardeo de los rodríguez, sólo vio que
la chica no era la legítima esposa de mi director, a la que
conocía de sobra de los Bloques de la Prensa donde los
periodistas vivíamos a modo de casa-cuartel. Y al puñetero
niño, cuando mi director se par� a saludarnos, no se le ocurri�
más que decirle, en plan Jaimito, al verlo con la chica
guapetona:
-- ¿Qu�, de rodríguez,
no?
La madre del dichoso niño y
el padre del dichoso niño, servidor de ustedes, no sabíamos si
tirarnos al río de cabeza o si pedir que se hundiera bajo
nosotros el frescor de su orilla, para que nos tragara la tierra
trianera.
Hago el elogio y nostalgia
del rodríguez porque aunque ya la familia veranea unida los
muchos o pocos días para los que haya dinero, todos en agosto,
quedan muchos restaurantes clásicos del rodríguez, ya sin el
rodríguez. El pequeño restaurante de calidad sin lujo, con
cubierto del día y blancos manteles. Donde el rodríguez iba a
comer cada día, para no tener que hacerse solo la comida en casa
y comprobar que era una calamidad hasta abriendo latas de fabada.
Cada vez que entro en el verano en un restaurante de la cadena de
Jos� Luis (Ruiz Solaguren) echo en falta a los rodríguez. En los
restaurantes de Jos� Luis podríamos incluso establecer una
Reserva de Rodríguez, al modo de un Doñana, donde preserváramos
a los ejemplares como especie protegida en trance de extinción.
Lo mejor de los restaurantes de los rodríguez era el culto al
huevo frito. El castizo par de huevos fritos, en sus dos
variantes, ora con chorizo frito, ora con jamón a la plancha, y
sus patatas fritas de reglamento. Donde est� el huevo frito, que
se quiten las tonterías con pimientos del piquillo. Lo que pasa
es que nos olvidamos, ay, de nuestro plato más tradicional, seña
avícola de identidad española. Solamente en las ventas de
carretera, camino del apartamento de la playa, pedimos quiz�
huevos fritos. Lo consideramos plato "in itinere", no
urbano. En las ciudades no nos atrevemos a pedirlo. Por lo que
llevo observado, el español, entre la cocina casera de microondas
y la pública de sofisticaciones del piquillo, a la sal o a la
espalda, tiene un considerable "mono" del par de huevos
fritos. Varias veces lo he observado, y siempre en el referido
Jos� Luis a la medida de los rodríguez. Tras ponernos los
pinchos al centro, est� el camarero apuntando la comanda de los
segundos platos, y sin el menor rubor me atrevo a decir:
-- Pues a m� me va a poner
usted un par de huevos fritos con chorizo...
Y no falla. Tras la
exclamación unánime y aprobatoria, empieza inmediatamente el
coro del tiempo de descuento entre los que ya habían pedido. El
uno: "Ah, pues entonces a m� me quita la lubina a la espalda
y me pone un par de huevos fritos". El otro: "Para m�
también huevos fritos, y me quita el entrecot". Y otro:
"Yo igual, en vez del revuelto de setas, me pone los huevos
fritos con chorizo." Como diría Federico Trillo, manda lo
que su mismo nombre indica el "mono" de huevos fritos
que tenemos todos con tanta nueva cocina.

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