Puede
que ahora creamos que el que estamos viviendo será recordado como
el verano del "Aserejé" o de Perejil, pero es en verdad
el verano del euro. El primero con el euro en todo su esplendor y
gloria. Ya ha cumplido medio año en nuestros bolsillos, pero
está aún sin bautizar. El español, tan dado a poner motes a las
monedas de peseta y sus fracciones, se ha quedado sin capacidad
creativa ante la solemnidad de la unidad monetaria europea. Al
duro, que ya era un mote, lo llamaron "machacante" y a
la peseta, entre decenas de nombres más, "rubia" o
"pela". Ni la moneda de un 1 euro ni la de 2 tienen aún
apodo. Y menos a las fraccionarias, doradas o de cobre. Una
historia entera de un pueblo como el español que se ríe de su
sombra y medio año de circulación de la nueva unidad monetaria
solamente nos han dado un nombre con gracia: "el Ben Laden",
como bautizaron el rarísimo billete de 500 euros, que todo el
mundo busca, mas nadie ha visto.
Por vez primera este verano
vamos a Portugal a comprar toallas o con los niños al
Disneylandia de París sin tener que cambiar pesetas en el banco
antes del viaje, o de sufrir el timo de la comisión de venta en
el destino. El euro es como los viejos señores de la tierra en
las leyendas, como ciertos duques españoles que podían ir de
Córdoba a Málaga, o de Madrid a Ciudad Real sin dejar nunca de
pisar sus latifundios. Puedes ir de España a Bélgica sin dejar
de pisar territorio euro.
Y serán los camareros de
los bares y restaurantes de las playas, de los hoteles de las
zonas turísticas, los que más sufran en sus bolsillos este
primer verano del euro. En Málaga hasta han dado estadísticas de
esta ruina de los trabajadores de la hostelería: desde que se
paga en euros, las propinas han descendido un 80 por ciento. Nos
manejamos con el euro para las cantidades medias, con la cuenta de
la vieja de que 6 euros son 1.000 pesetas y 6.000, un millón;
pero no hacemos pie ni hacia arriba ni hacia abajo. Los precios de
los pisos y de sus hipotecas se siguen poniendo en pesetas. Porque
de 6.000 euros hacia arriba todo el monte mareante de los ceros es
orégano. Y lo mismo ocurre con las cantidades pequeñas. Haga, si
quiere, un concurso entre sus amigos, un bonito juego de sociedad.
Saque de pronto la calderilla en fracciones de euro que lleve y
póngala sobre la mesa. Pregunte que (sin mirar el número de cada
moneda, claro) le digan de qué valor es cada una ellas. Seguro
que saben identificarle la de 50 céntimos... y de ahí no pasan.
Seré muy torpe, pero no he conseguido distinguir una moneda de 50
céntimos de otra de 20, a no ser que le mire el numerito con las
gafas de cerca. Así a ojo solamente sabemos que las monedas como
doradas valen más que las de cobre, ésas que todo el mundo tiene
un interés tremendo en quitarlas de la circulación desde el
mismo día en que salieron del Banco de España.
Y si nos hacemos este lío,
pues es lógico que hayamos perdido la capacidad de aforo de la
propina que dejamos en el taxi, en el bar, en el restaurante. El
aforo de la propina se ha puesto como las siete y media o el black
jack: o te pasas o no llegas. Como no sabes calcular ni millones
ni calderilla, le dejas al taxista una moneda de 10 céntimos por
una carrera de 12 euros, y no te la tira a la cara de milagro,
porque le has dado 16 pesetas por un servicio de casi 2.000
pesetas en números redondos. Y, al contrario, por una factura de
150 euros en un restaurante (que son 25.000 pesetas o cinco mil
duros antiguos), dejamos al camarero un billete de 20 euros, que
son 3.320, lo cual no es una propina, sino una barbaridad. Lo cual
es la excepción. La barbaridad habitual es lo bárbaramente
tacaños que nos hemos vuelto. Cuando en el colegio nos explicaban
liturgia y cómo había que venerar al Santísimo, según
estuviera de manifiesto en la custodia o reservado en el sagrario,
nos decían para que nunca nos equivocáramos ni quedáramos
cortos en la honra sacramental:
-- En la duda, doble
genuflexión...
En la duda de la propina en
euros, todos hacemos la doble genuflexión de dejar auténticas
miserias.

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