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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3035 - 10 de octubre del 2002                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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"Jazmines en el ojal", editorial La Esfera de los Libros, prólogo de María Dolores Pradera   

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Isabel, que es la jefa de mi Casa Civil y mi ministra de Hacienda, dejó el periódico sobre el montón de diarios que teníamos de lectura sobre la mesa del desayuno y me dio verbalmente la orden de plaza:

-- Ea, se acabó: aquí no se paga ni una factura más con tarjeta de crédito. Y ni se te ocurra sacarla en un restaurante desconocido, que tú tiras de tarjeta como John Wayne de pistola. Mira lo que pone aquí...

Lo que ponía era que una red de delincuentes extranjeros usaba a falsos camareros en restaurantes de la comarca valenciana de La Marina para estafar hasta 400 millones de pesetas a cientos de clientes tras copiar las tarjetas de crédito con que habían pagado la factura. Se colocaban como camareros en bares y restaurantes de La Marina Alta, y cuando los clientes daban su tarjeta para pagar la factura, antes de cargarla en la terminal de Visa o de American Express la pasaban por un sofisticado aparatito lector de bandas magnéticas que llevaban, y sin que lo viera nadie, ni el dueño del establecimiento ni el comensal, copiaban todos los datos. Entregaban a la banda luego los datos de las tarjetas de los clientes y eran copiados en otros plásticos, con los que se hartaban de comprar ropas, joyas y electrodomésticos de los caros. El caso no era nuevo. Me recordó la jefa de mi Casa Civil tras su verbal decreto prohibicionista de tarjetas que algo por estilo estuvieron haciendo en las autopistas de Cataluña, donde los falsos cobradores de los controles de peaje copiaban los datos de las tarjetas de los conductores.

No solamente con estas sofisticaciones de copiarte la banda de tu tarjeta y hasta tu partida de bautismo si quieren, sino con un simple teléfono le tenía verdadero pánico a esos cinco minutos en que pierdes de vista tu tarjeta en el restaurante, cuando la has depositado con todo primor y esmero en la cajita de plata que te traen con la factura, que antes le decían "la dolorosa", pero que pagada con tarjeta puede llegar a ser dolorososísima. El pánico a perder de vista la tarjeta empecé a sentirlo cuando compré el primer billete de avión por teléfono. La señorita de la compañía aérea me preguntó el nombre, el número de la tarjeta y la fecha de su caducidad, sin firma ni nada. Y a las señas que le dije y que no comprobó, me mandó al día siguiente los dos pasajes. Pensé poco más tarde aquel mismo día, en un restaurante donde había pagado con la tarjeta y tardaban en devolverme la cajita de plata famosa:

-- Como sea sinvergonzón, este camarero puede estar llamando a la compañía aérea, y con los datos de mi tarjeta le mandan mañana a su casa dos pedazos de billetes en gran clase a Cancún para él y su señora esposa...

Miré el estadillo de cargos de la tarjeta de aquel mes con el rigor de Sherlok Holmes con su lupa. Qué respiro: el camarero de mis sospechas era buena gente y no había cargado a mi cuenta dos billetes en gran clase a Cancún, sino que solamente estaban mis dos pasajes a Barcelona. Pero desde entonces tengo la mosca detrás de la oreja con esto de perder de vista la tarjeta. Cuando no había estos cacharros electrónico-telefónicos de pasar el cargo por banda magnética y se usaban las bacaladeras que sacaban copias con papel de calco para el talón que habías de firmar, en Nueva York exigía la gente que le dieran el papel carbón, con lo que manchaba. Me extrañó mucho, y se lo pregunté a una cliente puertorriqueña en la cola de una caja de los extintos almacenes Alexander de Lexington Avenue, por qué todos se quedaban con el papel de calco. Me dijo:

-- Es para que no los cojan los raqueteros y falsifiquen la tarjeta...

Aquellos raqueteros de Nueva York los tenemos ya aquí, y con toda la tecnología punta a su servicio. De ahí la más que razonada tajante orden de la jefa de mi Casa Civil: aquí no se paga nada más con tarjeta. Se acabó pasar esos minutos de auténtico pánico en el restaurante que no conoces y con ese camarero con tan mala pinta, pensando los fraudulentos encajes de bolillo que puede hacer con tu tarjeta mientras la has perdido de vista.

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