No
sé cómo la televisión tiene esa fiabilidad e incluso
infalibilidad que le conceden muchos. Antes en los pueblos
españoles era verdad todo lo que decía el señor cura en la misa
de los domingos. Ahora es verdad todo lo que dice el púlpito
civil de la televisión. La gente no va ya tanto a misa porque lo
que va a misa de verdad es lo que dice la televisión: dogma de
fe. Isabel y yo solemos pasar largas horas convenciendo a su madre
de que algo que ha oído por televisión no es tal lo han dicho. Y
no le hablamos a mi suegra a humo de pajas, sino muchas veces de
acontecimientos en los que hemos estado. Nos dice, por ejemplo:
-- Creo que en Cádiz, este
verano, cuando actuó en el Teatro Pemán, lo que más le
aplaudió el publico a Rocío Jurado fueron unas sevillanas que
cantó. Más que todas sus canciones.
-- Mamá, no, no eran unas
sevillanas, eran unos fandangos, porque todos los años le escribe
unos fandangos nuevos, para que los estrene en el Pemán, su
compadre gaditano Antonio Martín, el gran poeta del Carnaval.
-- Pues en televisión han
dicho que eran sevillanas...
-- Mamá, pero si nosotros
estábamos allí en Cádiz, y eran unos fandangos lo que cantó
Rocío, y además estábamos sentados al lado de Antonio Martín,
el autor que se los escribió...
-- Pues eso no es lo que han
dicho por televisión.
-- ¿Pero quién lo ha dicho
en televisión?
-- Ah, no sé: la
televisión...
La presunta infalibilidad de
la televisión no necesita ni de profetas de la verdad revelada.
La verdad es el medio, a efectos de credibilidad de la gente.
¡Cualquiera convence a mi suegra de que Rocío Jurado tuvo su
éxito gaditano con unos fandangos! Fueron sevillanas de todas,
todas. Porque lo dijo televisión. Y punto, como suele concluir
rotundamente una sacerdotisa de los nuevos dogmas, Belén Esteban.
Pero las mismas que le conceden toda credibilidad a televisión
dudan de la imagen que el medio da de las personas, sin que por
ello pierdan su fe en la pequeña pantalla. No falla. Lo compruebo
cada vez que acompaño a la Duquesa
de Alba a algún baño de multitudes donde reciba el homenaje
de su popularidad con corona de cinco florones. Últimamente me
ocurrió en Huévar del Aljarafe, donde Cayetana acudió a
amadrinar la inauguración de la casa de la Hermandad de la
Sangre. El pueblo se había volcado en mantillas blancas,
pasodobles de la banda y estallido de cohetes en honor de quien
es, aparte de Duquesa de Alba, Condesa-Duquesa de Olivares, a
cuyos estados, los de la Casa de Olivares, perteneció Huévar
hasta la abolición de los señoríos jurisdiccionales. Y en este
homenaje popular y espontáneo, las mismas señoras para las que
es verdad todo cuanto dice televisión, le repetían una y otra
vez a Cayetana:
-- Señora duquesa, es usted
mucho más guapa en persona que por televisión.
Algunas incluso entraban en
el retrato de Dorian Grey:
-- Está usted mucho más
joven que por televisión. Y la sacan además más gorda...
Junto a Curro
Romero y a Carmen Tello tengo también más que comprobada
esta observación mediática. Se los encuentra la gente por la
calle, y les dice:
-- Carmen, eres todavía
más guapa en persona que por la televisión... Y tú, Curro,
estás más joven que en televisión, estás hecho un chaval, se
ve que el amor...
Lo mismo he observado cuando
viene por Sevilla mi amiga María
Teresa Campos. Cada Feria de abril la invito a los toros, a mi
tercera fila de barrera de la plaza del Arenal, junto a la puerta
del arrastre. Y para el arrastre deja el respetable la
verosimilitud y credibilidad de las imágenes que transmite la
televisión. Minutos antes del paseíllo, escucho una y otra vez
la cantinela de todos y cada uno los que, antes de subir hacia su
localidad, saludan a la Campos y la piropean con admiración:
-- María Teresa, eres mucho
más guapa que en televisión.
-- Hija, estás mucho más
delgada que sales por la televisión...
-- Ay, María Teresa, eres
mucho más alta que en tu programa de televisión.
Y así todos. Y se ve que es
de verdad, que no es adulación, sino sorpresa ante la realidad. Y
como María
Teresa Campos tiene ese sentido andaluz de la guasa de su
Málaga de su alma, en plena Sevilla me dice siempre lo mismo,
cuando oye tantos cariñosos desmentidos a la imagen de
televisión:
-- Dios mío de mi alma,
Antonio, qué vergüenza: ¡cómo saldré de mal en televisión!

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