ANTONIO BURGOS, LA ESENCIA Al aprendiz de escritor siempre le sale un mito, un símbolo, como a una morena
con mantilla le sale un relicario. O sea, que lo de verme delante de Antonio Burgos el
otro día, en El Puerto, fue como si a la morena en cuestión se le apareciera Fray
Leopoldo de Alpandeire de paisano, firmando estampitas. Es que el lugar era propicio para
las sillerías y la devoción, el Hotel Monasterio de El Puerto, que tiene algo de
intimidad de monja y me producía un pudor de interrumpir rezos, de estorbar en la secreta
burocracia de lo divino, que requiere de muchos silencios.
Antonio Burgos había venido de Sevilla a Cádiz por esa vereíta suya que no cría yerba,
a presentar su libro "Curro Romero, la Esencia". O a hacer una Eucaristía, una
Eucaristía de literatura y currismo (el currismo tiene cierta cosilla de pan ácimo) en
un salón como una basílica, alto y ojival, rezumante de misterios, encarnaciones y
dioses de piedra. Antonio Burgos es que tiene esa santidad de barbas y de ir revelando
universo y arte con las palabras, ese estigma de ir transmutando rocas y lázaros en
verbos vivos. A Burgos le hacen muchas analogías toreras, pero viéndolo y escuchándolo
en aquel salón que resonaba a órgano me di cuenta de que lo que le viene mejor es el
hábito de Demiurgo, la tonsura de la creación, de poner almas de pie así con el dedo,
como ese Dios que pintó Miguel Angel y que sacaron a lo mejor después en El Parvulito,
copiado.
El libro de Burgos, el libro de Curro... A Burgos le ha salido un libro como un parto
inverso, ha parido a un padre y se le notaba esa alegría de hijo grávido. El padre nos
va descubriendo siempre el envés mágico de las cosas, de un juguete, de una hormiga, y
así vamos creciendo y aprendiendo vida. Eso es lo que ha ido haciendo Curro, sacar la
substancia embozada del toreo en un gesto de muñeca, con facilidad de espadachín o
violinista, para asombro de los demás, que la admiraban como un niño admira su primera
caracola desenterrada: "¿Ves, niño? Esto es un natural". Por eso a Burgos le
ha salido un libro de hijo, y esto es lo que no mencionó en la presentación Enrique
Montiel, que por lo demás estuvo lucido y con muchas revoleras de erudito.
Pero también Antonio Burgos va desenvolviendo mundo, desminando misterios, también se le
transparenta una esencia, la esencia taumatúrgica de las palabras, de sacarte, guasón,
una moneda de literatura de detrás de la oreja, sin avisar. "¿Ves, niño? Esto es
una columna", te dice. Y uno asiente y le da vueltas a la columna como a una pandorga
que le ha hecho el padre, intentando adivinar la ciencia de sus nudos y sus engarces, el
secreto de su aerodinámica, igual que se mira un natural de Curro Romero y se pregunta
uno qué es eso que le ha venido por el aire como una punzada.
El jueves, en El Puerto, puede que hubiera más cosas y gentes, el panal de una
feligresía estruendosa, Teófila como una anguila inquieta, alta y norteña, Franquito
Román con su aire triste de poquita cosa, empresarios gordos, niñas pijas con peinado a
lo Tocino, Fernando Gago dando la lata con esa chabacanería desinhibida de la gente que
se cree importante... Pero a mí todo eso me traía sin cuidado. Antonio Burgos me firmó
su libro y me dio un abrazo. Y se fue el maestro o el padre, para Sevilla, dejando ramitas
de romero como una gran nevada de recuerdos.
Luis Miguel Fuentes
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