El Mundo

Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 26 de julio de 1997

Antonio Burgos

Jugando a la Vuelta a Francia

 

Como a todos nos habían comprado una bicicleta al aprobar Cuarto y Reválida, una BH con frenos de barra, o una Cil con frenos de cable, o una Orbea hasta con faro, pilotito rojo atrás y dínamo arrastrándose en la rueda delantera, era facilísimo apuntarse a corredor de la Vuelta a Francia, que entonces todavía no era el Tour. Paseando por la carretera de la tarde, recién bañados y bien espurreados de colonia Flores del Campo, el pelo brillante con fijador Patrico o con el fijador que se compraba en la droguería y se hacía en casa, como un verdoso engrudo de mocos, y se echaba en un tarro de Lucky Strike de boca ancha, bastaba con darle con más fuerza a los pedales e imaginarse que el manillar no era de una bicicleta de paseo, sino de una bicicleta de carreras. De aquellas delgadísimas bicicletas de carreras, niqueladas, con el color de un avión a reacción, de aquellos primeros aviones a reacción "Saeta" que se fabricaban en Triana. De aquellas bicicletas Flauta que hacía Gaitán, que era un manitas, que lo mismo hacía un carrito de inválido para los gloriosos caballeros mutilados en guerra por la Patria que una máquina como la de Loroño o Bahamontes. Dónde va a parar, mucho mejor que la de Loroño, ya quisiera Loroño tener una bicicleta Flauta de Gaitán, que además tiene agujeritos en la barra del cuadro que va del sillín al plato, y por eso sopla musiquita cuando se coge carrera y le da el viento, que por eso se llama Flauta, en el colegio hay un interno de los de botas de becerro y jersey de cuello alto, que como su familia es tan rica y media Extremadura es suya, cuando ha aprobado Cuarto y Reválida, que es tan bruto que nadie se creía que la fuera a aprobar, su padre le ha regalado una bicicleta Flauta, qué chamba ha tenido el nota.

--- Y no tiene pelo, booooooo.

--- Pues no se pela porque no le da la gana, porque pelo tiene con ganas...

--- Boooooo...

Veraneo y Vuelta a Francia, con aquella bicicleta de la Reválida de Cuarto, venía a ser la misma cosa. Loroño era para nuestra bicicleta lo que había sido para nuestra mitología de cromos del álbum el gol de Zarra, ya sabes, la alineación del Atlético de Bilbao, que ésos sí que son todos españoles, no es como el Real Madrid, que dice La Codoniz que es el Madrileñín Club de Forasteros, Zarra, Panizo, Iriondo... Los españoles éramos la monda, cómo dábamos la sorpresa en Francia cada vuelta ciclista. Por Radio Nacional decían que reverdecían las hazañas de Berrendero, nosotros no sabíamos quién era Berrendero, pero sonaba muy imperial y muy patriótico. Era impensable que Loroño, con aquella pinta de tuberculoso del sanatorio del Tomillar que tenía, pudiera subir los puertos como los subía. Lo nuestro era la montaña. El Gran Premio de la Montaña rimaba con España en la preceptiva de nuestros veranos de bicicleta de paseo, que cogíamos el manillar por el centro, junto al eje de la rueda, nos agachábamos sobre él y nos creíamos Guillermo Timoner, otro de los nuestros, ése era al sprint. Pero no. Lo bonito era coger la mayor cuesta de los alrededores del pueblo, la cuesta de la Cruz del Puerto, la Cuesta del Gallo, la Cuesta de la Legua, y de pie sobre los pedales, sin sentarse en el sillín, ir escalando aquel que en el juego de nuestra imaginación era cualquiera de los puertos mitológicos: el Tourmalet mismo, o el Aubisque. Nuestra afición convertía en puerto de primera el primer repecho de la carretera, y hasta hubiéramos querido poner en el cuadro de la bicicleta, como Loroño, el termo del desayuno en el colegio tras la comunión de los primeros viernes de mes, donde el sabor de la Sagrada Forma se mezclaba con el de las rebanadas de pan frito con azúcar que nuestra madre nos había echado en la fiambrera de aquel termo, prisionero en el correaje que nos colgábamos en bandolera.

Un año era Loroño y al otro era Bahamontes, el Aguila de Toledo, pero siempre los nuestros ganaban en la Montaña. El esfuerzo diario del pelotón, la serpiente multicolor, vamos, no era lo específicamente español. En nuestra estética patriótica de libro de Formación del Espíritu Nacional, lo nuestro, lo genialmente racial español, era la Montaña. Un tío pequeño y moreno, medio asfixiándose sobre los pedales que, plas, plas, cogía una velocidad en la cuesta arriba que dejaba a todos los franceses, a Luison Bobet, y a todos los italianos, a Fausto Coppi, tirados en la cuneta. Tomar los primeros el Tourmalet era una hazaña nacional como la toma el Alto de los Leones en la clase de Política, vamos, Formación del Espíritu Nacional.

Y luego, en la siesta, los platillos de las botellas de gaseosa y de cerveza de la Cruz del Campo, en el zaguán, o en el patio, para seguir jugando a la Vuelta a Francia. Se pintaba con tiza un recorrido y cada cual tenía su equipo de platillos, que eran los corredores. Había que irle dando golpecitos maestros a los platillos, para que no se salieran del trazado, y allá que el de tercio de la Cruz del Campo adelantaba al cunero platillo de la gaseosa, que estaba hecho con un trozo de lata de carne de membrillo de Puente Genil en el que se veía un litografiado fragmento de guitarra o de bandera española. Y si se cogían unos cartones, y se ponían sobre una caja de zapatos en aquel recorrido de los platillos de la Vuelta a Francia del zaguán o del patio, pues era el más temible puerto que imaginar pudiéramos, el Tourmalet. Lo importante era ganar la Montaña. España siempre había ganado las cosas más difíciles. Había ganado la paz, esta paz de las marchas militares del 18 de julio por la radio, y este puerto terrible de nuestro platillo de las botellas de cerveza subiendo el primero por el cartón de una pieza de tela que era el Tourmalet, como nosotros éramos Loroño un verano y Bahamontes al verano siguiente.


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