Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 31 de enero de 1998

Antonio Burgos

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Mi Cuba de la "Habanera"

Desde que estuve, niña, en La Habana... ¿Que cuándo estuve y me encontré con Cádiz en mi ventana de La Habana Vieja, de Centrohabana, de Vedado, de Miramar? En 1980. Pleno triunfo de la revolución. La Habana, así de soviéticos, compai... Verano de los contrarrevolucionarios encerrados en los jardines de la Embajada del Perú, esperando que Fidel, más Comandante en Jefe que nunca, abriera el Mariel para que la escoria se fuera a La Gusanera. Mítin-repudio en la plaza de San Francisco. Había coches de caballos, pero no era por mayo, aquello fue una licencia poética de la "Habanera de Cádiz". Ciudad que me encontré en cuanto rompieron las Antillas en una sensación de la que tampoco me puedo olvidar: el olor a trópico, a tierra mojada, a cañaveral y a palmas, que como una voluptuosa bofetada, beso de recuerdos, nostalgia de lo no vivido por los últimos soldados españoles de bohío y manigua, me dio en la cara en cuanto se abrió la puerta de aquel reactor Yliuchin de Cubana de Aviación oliendo a queroseno, ruso como entonces todo lo de la isla, que nos dejó en el amanecer de Rancho Boyeros.

A Cuba entonces no iba casi nadie. Igual que ahora hay turismo sexual a Cuba, entonces se estilaba un turismo militante. Compañeros de la Junta Democrática de España, militantes del PCE, habían ido antes a lo que entonces se iba a la isla preciosa, jardín de los sueños: a compartir fatiguitas con el pueblo cubano y a mostrarle su solidaridad en la lucha contra el imperialismo, ¡toma ya!... Eran los turistas de aquellas agencias que trabajaban para Comisiones Obreras, que fletaban aviones de camaradas con el puño en alto y el "compañero" en la boca en cuanto bajaban del avión. Todos habíamos oído hablar maravillas de la isla, de la revolución, de la sanidad, de la enseñanza, a los privilegiados "trabajadores de la cultura" que habían ido antes, fundamentalmente como jurados del premio Casa de las Américas, como Alfonso Grosso, como Pepe Caballero Bonald. Alfonso Grosso se vino con novela puesta como yo me vine con Habanera escrita. Los andaluces, en realidad, por encima de las ideologías, de la revolución, del Comandante en Jefe, de los planes quinquenales y del sobrecumplimiento de la producción de caña en la mítica Gran Zafra, descubríamos en Cuba la Andalucía del otro lado del mar. Lo que luego habríamos encontrar en Cartagena de Indias, en Veracruz, en San Juan de Puerto Rico, en Santo Domingo, en los puertos de destino de los galeones de la flota de la Carrera de Indias, lo hallamos por vez primera todos en La Habana, subyugados por la mitología de la revolución, nosotros que queríamos que una revolución hubiera derrocado en España al dictador Franco, cosa que, a la altura de 1980 en que estuve, niña, en La Habana, formaba ya parte del bolero de los sueños y de lo que pudo haber sido y no fue.

Ya había cesado la recluta de intelectuales adictos y el régimen castrista empezaba a abrirse al turismo. Igual que antes invitaban a novelistas y poetas para que escribieran odas muy civiles al asalto del Cuartel Moncada o publicaran maravillas en forma de novelas tituladas "Inés just coming", a mi me cogió el viaje a Cuba (de reglamento en nuestra generación) ya en la apertura de la revolución al turismo. Yo fui, como tantos, invitado por el Gobierno de la Revolución Cubana, pero en función de mi afición y dedicación a los asuntos de Carnaval. Fidel, como es sabido, alegando los trabajos de la zafra, había trastocado todo el calendario tradicional de fiestas. Había suprimido la Nochebuena de lechones y turrón y como buen gallego y buen dictador, había hecho con el Carnaval lo mismo que Franco: si no prohibirlo como nuestro general, sí hacer que languideciera. Hasta que Cuba vio que aparte de los rublos, los asesores, el material de guerra, los coches y el petróleo que mandaban los rusos, el turismo podía ser un rubro importante de ingresos. Y nada mejor que empezar por el Carnaval. Igual que el franquismo pasó el Carnaval de febrero a mayo y lo convirtió en fiestas típicas, Fidel Castro pasó el Carnaval de febrero a julio y lo convirtió en fiestas turísticas para recreo nocturno de bañistas canadienses de las playas de Varadero. O turistas españoles. De aquí que era conveniente que los que en España escribíamos de Carnaval fuéramos a la isla para que habláramos aquí del Carnaval habanero y del Carnaval de Santiago. Los dos vivimos, e intensamente. El Carnaval habanero, tan poco gaditano, tan canario, Carnaval de bateas por el Malecón, de comparsas a la tinerfeña o a la brasileña de mulatos, todos con su gran farola delante. Y en las bateas, no nuestros coros en la plaza, sino la trompetería de las orquestas del son, y la popa de las flotillas de mulatonas meneando el bullarengue a ese son, con sus tangas mínimos y las lentejuelas compradas por la libre. Y el Carnaval santiaguero, que eso sí que es Cádiz, con sus murgas y sus charangas, y sus bombos y sus cajas, y sus pitos de caña, mamá yo quiero saber de dónde son los cantantes, que aunque me dicen con la letra inolvidable de Miguel Matamoros que son de La Loma y cantan en Llano, para mí que son del barrio de la Viña, o del Mentidero.

A pesar de haber ido invitado por el Gobierno de la Revolución, no escribí ni una sola línea de propaganda turística de la dictadura castrista. Pero le dediqué a La Habana y al pueblo cubano aquella canción tan rica que le dedican los trovadores a una muchacha o a una ciudad...


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