Antonio Burgos / El Recuadro

El Mundo, martes 9 de septiembre de 1997

Antonio Burgos

 


Mis Teresas de Calcuta

Cuando unas arpilleras de sisal y el papelote de unos sacos de cemento cubren difícilmente los cadáveres hacinados en las cunetas de las carreteras, el embajador de España llega y les dice que en el aeródromo todavía en manos de los leales hay un Hércules del Ejército del Aire esperándolas para llevarlas a Madrid. Pero ellas dicen que su sitio está allí, junto a aquellas cabañas por donde pasa la caravana del éxodo y del miedo.

Cuando cae el sol sobre la uralita de las chabolas, donde la ciudad pierde su nombre, y los niños se secan mocos y lágrimas, pies descalzos en los charcos, y las madres enseñan la boca desdentada por la heroína, ellas están allí, y les hacen la comida, y tienen en sus tocas grises, en sus crucifijos de palo, la cercana imagen cotidiana de la miseria.

Cuando está rimpiendo el alba, vienen por las calles encaladas de la vieja ciudad. Acaban de salir de una casa donde los contadores de la luz dicen que allí, aunque parezca increíble, viven quince familias. Se han pasado la noche en vela, cuidando a un muchacho que tiene sida y del que los vecinos no quieren ni oír hablar. Lo han lavado, le han hecho la cama, le han dado charlita toda la noche, le han arreglado la alcoba, le han dejado preparada la comida. Ahora van las dos por esta calle encalada, arrastrando por la acera el esparto de unas alpargatas, en silencio. No han salido nunca en los periódicos. No les han dado nunca el Nobel de la Paz. Nunca las visitó Diana de Gales. "Ni Dios lo premita", que decía Lola Flores. Son mis Teresas de Calcuta. Las Hermanas de la Cruz, con su silencio de alpargatas de esparto en el amanecer de una calle de Sevilla.


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