El Recuadro

Jueves , 19 de febrero  de 1998

Contadero y el contador

 

Los amarillos guantes de gamuza cubrían las purulentas eczemas de sus manos. Manos que sostenían firmes las riendas del coche de caballos, que gustaba guiar por la ciudad, con el mayoral detrás, de lacayo. Bien plantado, garboso, era una estampa del XIX en la ciudad de los tranvías, guiando su landó. Se llamaba Jerónimo Domínguez y Pérez de Vargas. Marqués del Contadero. La gente sabía que era rico, marqués, aficionado a los caballos, dueño de una casa con mucho plan de criados con blanca guerrera de dorados botones con la corona de los cinco florones, emparentado con ganaderos y gente principal. Lo que se dice un señor para la ciudad, que sólo conocía su altivo gesto en el pescante, la manta de buena lana inglesa por las rodillas, el acompasado sonido de las herraduras sobre los adoquines. Todo lo más sabían que aquellos guantes amarillos de gamuza, más que alejar la dureza del cuero de las riendas, ocultaban las manos escamosas de eczema.

Hasta que un día, sin que nadie se explicara cómo ni por qué, Franco decidió hacerlo alcalde. Fue entonces que entró en erupción el volcán de la guasa. Y sus amigos, entre el café y los cigarros puros de las butacas del Aero Club, dijeron:

-- Ea, que Momo Contadero era tonto nada más que lo sabíamos aquí, pero ahora, por culpa de Franco, se va a enterar Sevilla entera...

Con el contador de contubernios y conspiraciones, me he acordado en estas horas de Contadero. He pedido un café, he encendido un habanero, me he sentado en una butaca de La Quinta de Marbella y me he dicho:

-- Ea, que Ansón era tonto nada más que lo sabíamos aquí, pero ahora, por culpa de González, se va enterar España entera


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