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El Recuadro

 Antonio Burgos

El Mundo, lunes 15 de noviembre  de 1999


Habana

 

El Morro habanero
El Morro habanero

La Habana no es una ciudad. Es un sueño anclado en la mar antillana. La Habana es una canción, un poema. Una novia antigua y lejana que todos tenemos. Nadie quiere ir a Bayamo, como Irakere, ni a Santiago, como Federico. Todos a La Habana. El sueño es La Habana. Les tenemos envidia a Alejo Carpentier o a Guillermo Cabrera Infante porque nos robaron la novia. Suena en un parque un órgano de la provincia oriental con un viejo danzón y el tiempo se detiene. Es como si las calles de Venecia siguieran oyendo los pasos de Tazio. La Habana es un museo de sí misma, en los cristales de colores de los medios puntos de sus puertas, en las puntas de lanza de sus guardavecinos, en los diocesillos del hierro de fundición de los guardacantones de sus esquinas, en sus soportales, en las quencias, en los blancos herrajes de sus cancelas. Ahora, a los cuarenta años del triunfo de la revolución, vas a La Habana y es como si en el Palacio de los Capitanes Generales, sobre los adoquines de caoba de su apeadero, estuvieras todavía esperando que llegara una volanta con la sombrilla y el miriñaque de una coronela isabelina.

Es terrible el miedo por los zaguanes de retrato del Che y estampa de la Caridad del Cobre, tanto monta. Fueron terribles aquellos mítines de repudio que pudimos contemplar a pie de Malecón cuando los marielitos. Es terrible que a una ciudad tan bella le falte el bien supremo de la libertad. Pero los amantes de La Habana, cínicamente, estamos en deuda con Fidel. A ti te lo debemos, comandante en jefe: que aunque haya sido con el terrible pago del hambre, de la miseria, de la dictadura, hayas conservado a La Habana reflejada en el espejo de Dorian Grey. En La Habana se detuvo la belleza del tiempo porque el dictador la decretó ciudad maldita. Ni una lata de pintura para esos comemierdas habaneros que apoyaron a Batista cuando desde Sierra Maestra llegaban los uniformes verde oliva. Ni un cristal para tus ventanas de celosías, ni una mano de cal para los atlantes que sostienen los viejos balcones de Centrohabana.

De no mediar la revolución comunista, La Habana ahora sería un Miami de centros comerciales. Rascacielos de doce plantas se levantarían de Lamparilla a Obra Pía. Fidel no lo sabía, pero mandando parar hasta el inexorable paso del tiempo hacia las libertades, nos conservó a nuestra novia como siempre, como entonces, una Habana de pregones y de sones, museo vivo en la suprema gracia de su gente. La Habana puede seguir siendo este sueño porque no la despertó la especulación, la piqueta de los derribos del capitalismo. La Unesco tendrá un día que reconocer cruelmente que la pérdida de libertades, las penurias de la dictadura, conservaron en cambio a La Habana milagrosamente como ciudad intacta, detenida en el tiempo. Donde un trono isabelino sigue esperando al Rey de España y donde parece que de un momento a otro va a llegar de Cádiz el vapor de los martes de las líneas de don Antonio López, donde viene Pericón a tomar café.

Las "Habaneras de Cádiz" en El RedCuadro

 

 


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