Nos habíamos olvidado de pronto de la calle Don
Remondo. De una lápida en los muros del Palacio Arzobispal de
Sevilla que recuerda aquella madrugada de enero, el dolor
colectivo en la Plaza Nueva. La verdad, ¿para qué vamos a
engañarnos?, es que por aquí abajo no los habíamos acabado de
creer. No sé si se hicieron encuestas sobre la convicción de
los españoles tras el anuncio de la tregua de la ETA, pero
desde su proclamación encontré entre mis paisanos una vieja
desconfianza, senequista si se quiere, romana si me apuran, de
que difícilmente los perros dejan de morder, los alacranes de
emponzoñar. Fue, ciertamente, un respiro, pero no un olvido. En
toda esta larga pesadilla, Andalucía pagó la factura más cara
entre todos los pueblos de España. Hubo en tiempo, al comienzo
de la transición, en que era una escena habitual en el
aeropuerto de Sevilla, en el aeropuerto de Málaga, la llegada
de un avión desde el Norte, con el ataúd de un andaluz
cubierto por la bandera de España, un guardia civil de nuestra
tierra, un policía de nuestra tierra, que llevaban a enterrar a
la cal y el silencio de un cementerio de la sierra, de la
campiña, de la vega, entre velos negros y campanas antiguas.
Todo es acostumbrarse, proclama la copla, y parecía como si los
andaluces nos hubiéramos hecho a la idea de que teníamos que
pagar ese precio injusto por la democracia.
Que si en otras tierra la violencia puede
asentarse en los hondones de Caín, aquí abajo no tiene
justificación ninguna. No ya es que lo digan los himnos o las
páginas del libro de la Historia, es que los andaluces lo
proclamamos a cada instante, cuando alguien se acalora, se pone
violento:
-- Pero, hombre, no se ponga usted así...
Ellos se ponen así, y nosotros nos resulta más
incomprensible todavía. Aquí sí que llevamos siglos y siglos
tragando, sin que nadie levante una voz más alta que otra. Y
encima, este pago que nos amenaza otra vez con pasarnos la
factura, sin comerlo ni beberlo. Otra vez puede sonar el
triquitraque de la muerte en Armilla, en un hotel de la Costa
del Sol, en un coche de una calle de Córdoba. En las tierras
más pacíficas de las Españas. Quizá porque lo saben, que
aquí no entendemos de esos barcos, porque lo nuestro es la
serenidad de ver los barcos venir, de sentarnos a la puerta de
la casa a ver cómo todos los males, hasta los de los hombres,
son curados por el médico infalible del tiempo.
Como nunca nos creímos del todo que hubieran
dado de mano, porque son como son y no como otros les parece que
son, este sinvivir que empezará el día 3 es, desgraciadamente,
la vuelta a un sentimiento antiguo. De nuevo, existe la calle
Don Remondo. De nuevo vienen los recuerdos de esas madres de los
pueblos andaluces, recibiendo entre autoridades a un hijo
muerto, que viene cubierto por la bandera de España. Para
construcción nacional, la del pueblo andaluz, que me dejen de
cuento. Nosotros sí que estamos hace mucho tiempo para las
duras y las maduras de la construcción nacional. Lo que ocurre
es que somos tan generosos que estamos siempre para lo que
gusten mandar, dispuestos a la construcción nacional... de
España. Andalucía es como una madre abnegada, que siempre se
preocupa de sus hijos antes que de ella. España es el hijo
tonto que tantos disgustos la da a Andalucía.
Y como pienso todo esto en una mañana fría en
que el cielo plomizo, como el ánimo, alumbra de nuevo una
lápida que recuerda una madrugada en la calle Don Remondo, digo
sencillamente que todos los andaluces, ay, volvemos a ser
Alberto y Ascen...