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El Recuadro

 Antonio Burgos

El Mundo, miércoles 9 de febrero  del 2000


Soy nieto de moro

Dicen que los españoles no nos acordamos de cuando los emigrantes éramos nosotros. Cuando llegábamos con un chorizo envuelto en papel de estraza y una maleta de cartón amarrada con guitas a una estación muy fría, muy triste, muy lejanamente alemana. Pero tampoco nos acordamos de cuando los moros de El Ejido éramos también nosotros. Nosotros mismos éramos hasta hace muy poco los que trabajábamos por lo que quisieran darnos, sin contrato, sin papeles, a lo que gustara mandar el dueño del cortijo. Eramos nosotros los que nos teníamos que levantar a las 5 de la mañana para estar hasta la puesta de sol segando el trigo, aventándolo y trillando en la era, escardando la remolacha, vareando la aceituna de almazara, apañando la de verdeo, recogiendo el algodón. Durmiendo hacinados en los jergones de un cuartucho sin ventilación del patio de la gañanía. Lejos del pueblo. A 50 grados a la sombra, en esa Vega de Carmona, en esas lomas del pleno mes de agosto, con un búcaro para el agua, un dornillo para el gazpacho, un cante para las penas: "Desgraciaíto el que come/el pan por manita ajena/siempre mirando a la cara/si la pone mala o buena".

Los marroquíes están ahora en El Ejido como los jornaleros andaluces estaban en todos los campos hace cincuenta años... O quizá no tantos años. Y de esto no nos queremos acordar. Como del tren de la maleta y de las lágrimas. El peor racismo, la peor xenofobia, es no querer mirar atrás, y ver que Mustafá o Mohamed están hoy como estaban nuestros abuelos, trabajan en las condiciones en que ellos se tenían que ganar el pan. Aunque podría probar el judaísmo de mis toponímicos cuatro apellidos con nombres de ciudad en la Real Maestranza de Jerusalén (que vengo por las cuatro ramas de hebreos conversos), miro ahora las infraviviendas de El Ejido, las calores de las injusticias que se ocultan bajo plástico, y me siento nieto de moros. Sí, mi abuelo Antonio Burgos Sánchez, un bracero que aprendió a leer en el cuartel y que tan listo era jugando a las cartas que se hizo crupier, anduvo en los Alcores exactamente igual que ahora los marroquíes del Poniente de Almería. Iba a lo que podía y por lo que le dieran. A recoger naranjas o a segar garbanzos. De sol a sol. Gracias a las fatiguitas que el abuelo pasó, el nieto de aquel bracero analfabeto del Viso del Alcor se gana ahora el jornal con la escritura. Y puede recordar en esta besana que todos venimos de lo que ahora no queremos mirar. Que hasta casi ayer mismito, nosotros mismos éramos los moros. Los mismos que, desde nuestra prosperidad bajo plástico, ahora no nos queremos enterar de las cornadas que el hambre le siguen pegando a los derechos de los hombres que no tienen más capital que el trabajo de sus manos.

 


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