Sus
hagiógrafos lo conocen como el lance de la calle del Ataúd.
Que fue que en sus años de farra y alegrías como señorito
tarambana, el hoy venerable Miguel Mañara y Vicentelo de Leca
iba de nocturna francachela por el barrio de Santa Cruz, y de
pronto, pum, un valentón le dio un golpe que lo dejó en el
sitio. Medio traspuesto, oyó una voz que decía: "Traed
el ataúd, que está muerto". Sigue contando la leyenda
que, como aviso del cielo y de las virtudes a las que estaba
llamado (entre ellas la más heroica de que un señorito
andaluz pagara todas sus trampas antes de retirarse del
mundanal ruido), a Mañara le fue dado contemplar su propio
entierro.
No hay
nada nuevo bajo este sol padre y tirano. Los andaluces siempre
volvemos a ser lo que fuimos. Y aunque no estemos de
francachela, sino en el ejercicio de las benditas y a veces
heroicas libertades, algunos reciben un aviso del cielo,
mediante el cual les es dado el privilegio barroco de
contemplar su propio entierro. Como me carteo con Carlos
Herrera por los trasmallos de la Caleta virtual, en un billete
electrónico para darme las gracias por la
"Herreriana" de antier, me pone: "Estoy bien,
pero me da la impresión de estar asimilando ahora lo que me
ha pasado, que me han querido asesinar y que me ha salvado por
un pelo. La Candelaria, otra vez." O la Virgen de las
Cigarreras, Carlos, no te olvides de la Virgen de las
Cigarreras. Y sigue Miguel Mañara, digo, Carlos Herrera, ¿en
qué estaría yo pensando?: "Fíjate, es como si
estuviera asistiendo a mi propio funeral, como si leyera mi
obituario. Tremendo. Pero estoy vivo. Siempre mi abrazo, desde
la verdad de mi corazón. Me estoy viniendo abajo, lo
veo."
No es
para menos, Carlos. Miguel Mañara, tan se vino abajo
contemplando su propio entierro que, ya ves, tras retirarse al
monte a hacer oración fundó el Hospital de la Santa Caridad
y nos dejó, aparte del prodigio de su prosa campera de
andaluz con caballos, perros y escopeta, la hermosura
solanesca de los dos medios puntos de Valdés Leal con las
postrimerías del hombre. En esta España que decía Pemán
que era la nación de los grandes entierros, Herrera ha
contemplado el suyo propio. Un entierro sin muerto, que ha
sido lo más bonito. Mariló puede quedar tranquila, que el
marido no se le va a ir a devotas fundaciones, sino a
comprobar que le tienen ley hasta las cuñas de su misma
madera. Pero es comprensible que Herrera se haya venido abajo
como las persianas o como el Betis. Es lo menos. Hombre, si
hasta el Rey ha mandado el habitual telegrama a la casa
mortuoria. En forma de caja de puros y con tarjeta autógrafa,
pero lo que se dice mandarlo, lo ha mandado.