"Ante Dios
nunca serás héroe anónimo", decían los viejos carlistas del Tercio Virgen de los
Reyes, en el que el domingo pasado dejamos sentando plaza de voluntario a un eterno niño
del Domingo de Ramos llamado Rafael Montesinos. No sabíamos entonces que, dos días
después, a la altura de una arriá del paso del Cristo de las Aguas una vez pasados los
reflejos del cristal de la puerta de la capillita de la Pura y Limpia y antes de llegar al
retablo cerámico de la Piedad del Baratillo, un muchacho de la Rochelambert llamado Juan
Carlos Montes nos iba a hacer considerar con su muerte bajo la trabajadera que los
costaleros de Sevilla suelen contradecir la máxima de los tradicionalistas, ya que ante
el Dios que llevan sobre sus hombres son héroes anónimos. Fueron héroes anónimos en
tiempos en que Tarila y Fatiga el Viejo sacaban pasos, y siguen siendo anónimos en estos
tiempos de cuadrillas de hermanos, de ensayos con sacos terreros, livianas parihuelas
metálicas, rodilleras como de porteros antiguos del Sevilla F.C., de tiempos de Bustos y
Manolín. Si sabemos el nombre de Montes, es porque murió gloriosamente en el Arco del
Postigo.
Hoy, trágicamente, dedicamos
este "Sevilla con sevillanos" a un sevillano que nos faltará ya siempre en la
ciudad, cuando el listero de Salvador Perales iguale la próxima vez la cuadrilla de
Cristo de la cofradía de las Aguas. ¿Faltará? No, el nombre de Juan Carlos Montes está
ya en el cuadrante definitivo de la memoria de la ciudad. Costalero de la cuarta, como
Pepe Portal el de San Bernardo. La cuarta empieza a ser la trabajadera de la muerte bajo
el palo, muerte gloriosa, si seguimos los cánones de la belleza que en sus tiempos más
fascistones codificó estéticamente César González Ruano: "Lo más bello es morir
joven frente al enemigo, con el uniforme del cuerpo al que perteneces". Portal y
Montes murieron frente al enemigo de la fatiga, de la fatalidad, con el glorioso uniforme
del costal. Sí, puede haber una belleza en la muerte. No se olvide que la de Montes
ocurrió a escasos metros del final de su estación, a la sombra del Arco del Postigo que
da nombre a su cofradía de Las Aguas. Y no lejos del Hospital de la Caridad, donde los
dos medios puntos de Valdés Leal pintan algo tan sevillano como el barroco culto a la
muerte. La muerte de Juan Carlos Montes fue como un cuadro vivo que Valdés Leal hubiera
pintado el Lunes Santo para los muros de la capilla del Rosario de Dos de Mayo. "En
un abrir y cerrar de ojos" puede acabar la vida de quien por la esquina de Correos
venía derrochando fuerza con gracia, como quizá hubiera preguntado El Pali, de haber
visto a aquella cuadrilla momentos antes, empernacado en su silla, como se ponía a ver
pasar las cofradías en su casa de la calle de la Aduana. "Así pasa la gloria del
mundo", de los aplausos cuando la banda toca, y el paso se mece de costero a costero,
y el izquierdo va por delante al romper, a esta ambulancia del 061 que llega con toda la
candelería encendida, las luces que nunca quisimos ver reflejadas en los cristales de la
capilla de la Pura y Limpia, esos cien gramos de Catedral que las gentes del Postigo
tenemos para demostrar al mundo que las máximas grandezas pueden caber en cuatro losetas
de mármol con monedas arrojadas desde el cepillo de la cancela, junto a Santa Justa
Rufina y junto al Señor San José.
Cuenta la memoria de los
martillos y las trabajaderas que a Pepe Portal lo llevaron ya casi muerto a un zaguán de
la Alfalfa, esquina a la calle San Juan, cuando cayó en la cuarta de Cristo de San
Bernardo. Grande ha sido el zaguán de la muerte de Montes: el zaguán de la puerta de
entrada al mejor cahiz de tierra de Sevilla, por donde entran y salen las cofradías de
Triana y del Arenal, o por donde pasa el Señor de Sevilla. Juan Carlos Montes ya tiene
nombres en la que quizá sea la más imperecedera "Sevilla con sevillanos", esa
Sevilla que preside un Cristo de Antonio Susillo de cuya boca, por la primavera, salen las
abejas llevando la miel de los azahares de los jardines del silencio, verdadera cofradía
del silencio del mármol...
-----------Puntas del Diamante-------
LA REALIDAD IMITA A GROSSO.-
En los años sesenta, cuando las cofradías y la Semana Santa no estaban en absoluto de
moda entre la progresía, el radical Alfonso Grosso publicó una novela que califican de
polémica, "El capirote". No sabemos por qué la califican como polémica, si
nadie ha leído "El capirote" en la Sevilla de las cofradías. El nudo
argumental de la obra era algo impensable entonces: la muerte de un costalero bajo las
trabajaderas, como parábola de la muerte de Cristo, al modo de "Cristo de nuevo
crucificado", de Nikos Kazantzakis, una novela muy leída y comentada en los años en
que Grosso escribía la suya sobre la Semana Santa. No sabemos si Grosso pudo comprobar
con la muerte de Pepe Portal que su ficción se hacía realidad en San Bernardo. Ahora ya
no está Grosso para comprobar por segunda vez que Juan Carlos Montes ha hecho verdad la
creación artística de "El capirote".
UN CAMARERO.- El sevillano
anónimo de las trabajaderas al que la muerte le puso nombre desdice el retrato de los
hermanos costaleros como muchachos de familias acomodadas, gente que tiene una parcelita,
una caseta en la feria, una casa en el Rocío y un Cuatro por Cuarto. Montes deshace
muchos tópicos y clichés sociológicos. Era un camarero del bar de la Escuela de
Ingenieros de la Cartuja, que antes había trabajado en La Pastora de Capuchinos y en el
bar de la Casa de Soria. De Sevilla acomodada, nada. Hijo de un jubilado de Correos, que
vivía en La Rochelambert. Esa Sevilla media de las barriadas en la que nadie piensa
cuando dice que la Semana Santa la vive "toda Sevilla". Y al decir "toda
Sevilla", piensan en Los Remedios y en la gomina.
LA TERRIBLE SOLEDAD DEL
BLOQUE.- Si estuviéramos en la Sevilla de los corrales, a Montes lo hubiera conocido
la calle entera. Cuando murió, fueron los periodistas a su casa de la calle Puerto de
Piqueras, a su bloque, a preguntar a sus vecinos por él. Y ocurrió lo terrible y
habitual de esta Sevilla de los bloques: que a Montes no lo conocían sus vecinos. Ni de
nombre, ni de cara: "¿Montes? No, ese nombre no nos suena, a lo mejor si lo
viéramos, sí lo conoceríamos quizá de verlo por la calle..."
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ABEL
INFANZON "LA ESE 30"