EN
una entrevista con Pepe Carleton que es una
novela, Berta González de Vega ha evocado en la
competencia el glamour antiguo de Marbella. La
Marbella que el desaparecido novelista Félix Bayón
nos revelaba que era como la heredera del Tánger
internacional de Paul Bowles, tras la
independencia de Marruecos. El Tánger donde
recalaba el «Saltillo» del Conde de Barcelona y
donde fue operado de apendicitis un jovencísimo
Príncipe de Asturias al que todos llamaban Don
Juanito y al que visitaba en la soledad de la
clínica un periodista sevillano del diario
«España»: Antonio Colón. El Tánger de los
millonarios universales, de los aventureros
internacionales, de Bárbara Hutton, de las
fastuosas mansiones, perdió su glamour
cinematográfico y literario. Y como si hubiera
tomado el transbordador para pasar el Estrecho, se
asentó en Marbella. Una Marbella con las
buganvillas que Alfonso de Hohenlohe trajo de
Kenia, aún sin el reinado de cemento de Banús ni
de Meliá. El Tánger de Paul Bowles se refugió en
la Marbella cosmopolita de «El Cenador» de Pepe
Carlenton, de los primeros bungalós del Marbella
Club, mitad Hollywood, mitad Bahamas, donde podías
saludar por la calle a Jean Negulescu, a Edgar
Neville, a Omar Sharif, a Deborah Kerr.
Empieza la Feria y
en ella observo el mismo fenómeno que en Marbella.
Y que en todo el mundo: la pérdida del glamour.
Hubo un tiempo en que en el supremo espectáculo
gratuito del paseo de caballistas y carruajes, te
ponías tranquilito en una acera y veías pasar el «Life»
enterito y el «París Match» completo. No me
invento nada. Hubo un tiempo en que podías ver
pasar a caballo, vestida de amazona, a Jacqueline
Kennedy. Y estabas presenciando en vivo y en
directo un anticipo de la portada del «Life». Y te
esperabas un momento, y pasaba Grace Kelly vestida
de flamenca, y no malamente, no con malage de
turista, sino con lo que su mismo nombre indicaba,
con gracia, bien asesorada por sus anfitrionas
sevillanas, las dos duquesas, la de Medinaceli y
la de Alba, pues todos estos iconos del glamour
internacional venían para la fiesta de la
primavera que a beneficio de la Cruz Roja
organizaba Mimi cada año en su Casa de Pilatos.
Y seguías en tu
acera de curioso mirón y veías pasar al momento un
señor gordo, con una pinta inconfundible de
extranjero, «fumando un puro más grande que él»,
como en el «Salero de España, salero», apoltronado
en un pesetero, coche de caballos de alquiler, con
una cara de satisfacciòn y bienestar enormes: era
Orson Welles. Sí, el de «Ciudadano Kane», el
mismo, que hasta te decía adiós entre volutas de
humo de su habano si lo saludabas desde tu acera
de contemplación del glamour.
Y de toreros de los
que vienen en el Cossío, ni te cuento. El paseo de
caballistas y carruajes era un continuo «ahí va»:
«Mira, ahí va Luis Miguel Dominguín», «Mira, ahí
va Antonio Ordóñez», «Mira, ahí va Pepe Luis
Vázquez». De ese «ahí va» ya apenas queda Curro
Romero. Cuando Curro va a la Feria se repite el
rito del «ahí va»: «Mira, ahí va Curro Romero...»
Pero ¿y del resto del glamour, qué se hizo?
Pues no lo busque
usted en la Feria, pero tampoco lo rastree por
ningún otro lugar. No quedan esos personajes.
Vivimos una depauperación generalizada hacia la
mediocridad, hacia el igualitarismo cutre del mal
gusto. No sé en otros sitios ya sin aquel viejo
lustre, pero en la Feria de Sevilla parece que se
ha operado la que Ortega y Gasset llamaba «la
rebelión de las masas». En la Historia, sobre las
masas ya no brillan héroes a lo Carlyle. En la
vida cotidiana, sobre las masas ya no brillan
personajes con encanto y belleza, de amor y lujo.
En la Casa Blanca ya no hay ninguna primera dama
con el encanto de Jacqueline. ¿Se imaginan a la
señora Bush a caballo en la Feria? Más que en la
portada del «Life», saldría en la lista mundial de
las diez peor vestidas...de flamenca. Si la
nostalgia ya no es lo que era, la Feria de Sevilla
se pone a la altura de estos tiempos tan
igualitarios en el bienestar de todos, pero con
tan poquísimo glamour como el «cinema verité» de
los interiores de trastienda de caseta de las
televisiones locales, con las mesas de «la España
de fritanga y camiseta» que dice Juan Miguel Vega,
y los botellines de fanta fresquita para aquí mi
señora.