Días
de mantones de Manila. Doblados sobre los
balconcillos de sombra de la plaza de los toros,
como prendas de un ajuar de novia, discretamente,
sin alardes, para que no ofendan a nadie
proclamando lo buenos y antiguos que son. Y en las
delanteras de sol, extendidos gloriosamente como
una colgadura de barrio para la Majestad en
público, ¡hala!, aquí estoy yo con mi mantón, de
la teletienda, seda sintética y bordados de
máquina, pero con la misma voluntad de tradición.
Noches de mantones
de Manila en la Feria. De flecos que se enredan en
los botones de una bocamanga. Los flecos del
mantón, enredándose en los botones, a veces son
palabras del mismo lenguaje del amor del abanico.
Si yo escribiera una novela de la Sevilla de la
Exposición, el muchacho conocería a la muchacha en
la caseta del Círculo una noche de Feria, cuando
los flecos del mantón se le enredan en sus
botones, como la zarzamora por los vallados del
cante, como un deseo entre el metal de los cañeros
de manzanilla.
Pasan los mantones
sobre los hombros de las sevillanas, delimitan su
talle, la nocturna orografía de sus pechos, y esa
seda se extiende como el mapa de una vitrina del
Archivo de Indias. Los mantones son la cartografía
sentimental de todo lo que le llegaba a Sevilla
por el río. En el mapa virreinal de un mantón aún
no hemos perdido las Filipinas del ministro Ayala;
todavía está allí amasando su fortuna un
antepasado de mi recordado Pepe Luis Castelló.
Todos los mantones son los últimos de Filipinas:
yo te diré por qué mi canción te evoca sin cesar,
España de las colonias de donde nos viene el
cubano veguero para los toros, el boricua café de
caracolillo que despeja la tajá y estos filipinos
flecos del amor, enrejado de la celosía de la
noche de fiesta en la ciudad que parece que aún
está esperando que le llegue el Galeón de Manila.
Cada mantón es un
mapa con la Historia de España y un libro con la
de Sevilla. Pasa el blanco bordado en blanco; o el
otro fucsia como de talle de cigarrera; o el negro
mantón con su paisaje de chinos de pagoda y
orillas de ríos en hilos azules, y evoco esa
España colonial. Pasa el de rosas como dibujadas
por el cartujano pintor de loza de la sevillana, y
evoco la ciudad de una Isabel II de puente, peina
y mantón. Te puedes bañar dos veces en el mismo
río bordado de los chinos del negro mantón de
alborear de buñoleras. Las mujeres pasan y sus
mantones quedan. Puedes ver los mismos mantones en
otros hombros. Pasan de madres a hijas, de abuelas
a nietas. En cada casa hay una cómoda donde se
guardan los mantones. Es el archivo general de la
nostalgia de una familia. Los legajos de esas
vivas fuentes de la historia son los papeles de
seda con los que manos amorosas, terminada la
Feria, envolvieron y enrollaron esos mantones.
Isabel mi mujer, muerta mi madre, una vez
desenrolló un mantón bellísimo, negro con flores
de color atardecer de Triana, que por última vez
habían envuelto cuidadosamente las manos de mi
zapatera. Mi madre le había dejado ese mantón como
mi abuela Tomasa se lo legó a ella. Isabel se puso
el mantón una noche de cruz de mayo sevillana,
cruz de mayo que en mi patio de la nostalgia
levanté. Y era como si mi abuela Tomasa volviera
otra vez, tan joven, tan guapa como ella, a una
noche de fiesta en un lejano pabellón de cobre y
Caldo Maggi en la Exposición del 29. O como si mi
madre, tan señora, con su peinado de ondas, con su
vestido estampado, volviera una noche de la Feria
del Centenario a la caseta de El Gazpachuelo,
mientras mi padre, con su sombrero de alancha
marrón, comenta lo bien que ha estado su admirado
Manolete. Ese mantón negro, hermoso como estas
tres mujeres de mi familia que lo llevaron, me
sirvió de portada a un libro, a la antología de
versos populares «Rapsodia española».
Estas tardes de
toros, estas noches de Feria, cada mantón antiguo
es también una antología de recuerdos, como un
bordado libro de familia, una ejecutoria de
grandezas. Y cada mantón nuevo, cabeza de una
estirpe de nostalgias. Ese mantón tan bello,
María, con la seda color hueso, bordado a mano en
Villamanrique, que Pedro te ha regalado, lo
llevará un día tu nuera, y otro tu nieta. Y en sus
flecos le llamarán nostalgia las generaciones a
esta tu alegría de vivir Sevilla.