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El Recuadro   

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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Catenarias y palos del Corpus

En este tiempo de jacarandas florecidas, nazareno y oro del atardecer, Andalucía piensa en el Rocío y Sevilla, en el Corpus. Por alguna hermandad de barrio ya habrá priostes limpiando la plata del altar que montarán por Sierpes, o por donde Francos se ensancha delante de Los Caminos y del recuerdo de las vitrinas de la librería de Pascual Lázaro.
¿Ha dicho alguien alguna vez lo de «ya huele a Corpus»? Ea, pues ya lo he dicho yo. Cuando suenan tamboriles del Rocío en las novenas de las hermandades, en las tardes de cohetes, en Sevilla huele ya a Corpus. De un momento a otro aparecerán en la Plaza los andamios para las dos portadas eucarísticas, cuando parece que acaban de quitar los últimos hierros y palitroques de los palcos. Y en la plaza del Salvador ya han hincado los palos para las velas del Corpus, como mástiles de banderas victoriosas en el imparable avance del verano sobre esta honda primavera de buganvillas y jacarandas. No les he oído a los antiguos aquí en Sevilla una palabra que llaman en Cádiz a estos marineros mástiles de las velas para la procesión del Corpus: palocorpus. El palocorpus sirve en Cádiz hasta como término de comparación popular. A un tío muy alto y muy delgado, se le dice: «Quillo, estás hecho un palocorpus».
En Sevilla quizá no decimos palocorpus porque los palos de las velas del Corpus son los mismos de la iluminación de la Feria. Aquí sería palocorpus y paloferia. Clásicos a más no poder. Más derechos que la garrocha de Angel Peralta y más altos que las hermanas Abascal, son los palos de las fiestas de toda la vida, más socorridos que un jarrillo de lata. En la Feria sirven para sujetar los alambres de los que penden los farolillos, y para alzar al cielo las cúpulas de bombillas, como sombrillas de luz en la noche. Palos clásicos tela: con una mano de blanquísima cal de Morón y con la parte inferior pintada de fuchina añil.
En la plaza del Salvador, esperando goletas y bergantines que les presten las velas para dar sombra a la Custodia y a la capa de armiño de San Fernando, ya están plantados los palos del Corpus. Vayan, vayan, antes que les cuelguen las velas con maromas y garruchas, porque aquello tiene un ver, del que se saca una sabia lección. Vayan a la plaza del Salvador, miren los palos del Corpus ya hincados, más derechos que una vela, y verán...lo feas que son las catenarias del tranvía. Al fin y al cabo, los palos de la Feria o del Corpus y las catenarias dichosas (que tienen fea hasta la voz que las designa) vienen a ser lo mismo: un soporte para cables. Pero mientras los palos de Corpus están levantados ante la colegial fachada del Salvador y no dan bocados a la vista, las catenarias delante de la Catedral te pinchan alfileres en los ojos. ¿Por qué? Pues mientras me tomaba una cervecita en La Alicantina a la memoria de Manolo Postigo lo consideré, y aquí les expongo los resultados de mi meditación.
Sevilla tiene un lenguaje especial. No es el color especial que dice la copla: es un lenguaje. El lenguaje de su tipología arquitectónica y el lenguaje de su tipología urbanística. El lenguaje de Sevilla es la plazoleta de albero, no la losa de granito; el banco de azulejos o de hierro de fundición, no los bancos Ikea de la Plaza Nueva o de la Puerta Jerez; las farolas que recuerdan las de gas, no las del modelo «¿pero qué es esto, Dios mío de mi alma?» de la Plaza del Pan, de La Pescadería, de la calle San Fernando. En la plaza del Salvador están los palos del Corpus y resultan familiares. En La Pasarela están las catenarias pintadas de blanco y en la Puerta Jerez pintadas de negro y dan bocados. ¿Por qué la diferencia? Porque la nueva estética urbana ha roto el lenguaje de Sevilla. Las calles de Sevilla han roto a hablar en alemán o en sueco. La Puerta Jerez parece la Puerta Jerez... de Düsseldorf. La Avenida es talmente la Banhofstrasse de Zurich. Con las catenarias, la Catedral parece la de Colonia. Nos han impuesto el lenguaje de por ahí. Cuando aquí todo estaba inventado. Por la Avenida pasaban antes los tranvías de verdad, no los de la Gallina Turuleta, y no había catenarias, sino unas farolas la mar de simpáticas de las que pendían los cables. Les hubiera bastado repetir el acierto histórico de los palos del Corpus para ahorrarnos este horror de las catenarias.

 

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