Allí
Joaquín Garrigues, en las últimas boqueadas de
la dictadura, con Ignacio Martínez de plumilla
y con Carlos Ortega de fotógrafo, presentó su
Partido Liberal con una Soledad Becerril
compañera de viaje de la Junta Democrática, a
la que Manuel Benítez Rufo, en los
sobrenombres de clandestinidad del PCE,
llamaba La Marquesita, encantado de que en
vaqueros corriera con los camaradas delante de
los grises.
Allí Marino
Viguera, el poeta del libro de los bisontes,
el canciller hosco y cojo del Consulado de
Colombia, el castellano hondo que luchó por un
clima propicio a la narrativa que habría de
dar nombres como los de Grosso y Barrios,
fundó la tertulia Charlas de Café, que todos
los sábados por la noche en el saloncito de
alto zócalo de azulejos y mesas como parisinas
hablaba de las novelas de Margarite Duras y de
Robbe-Grillet, y de las películas de la
Nouvelle Vague.
Allí Don
Santiago Montoto de Sedas, patriarca de las
letras hispalenses, hacía devota y mollatosa
estación todos los días, cuando del brazo de
Daniel Pineda Novo venía desde su tertulia de
La Punta del Diamante, por Gradas Bajas, por
Matacanónigos, por La Borceguinería, y entraba
para tomarse su copita de vino de la hoja,
mientras le explicaba a quien quisiera
escucharlo que era la única taberna del mundo
donde te podías emborrachar en unos antiguos
baños árabes, a pesar de que los moros ni lo
probaban.
Allí Curri
Roldán y Antonio García Baquero pusieron aula
abierta de manzanilla y tapas de jamón cuando
humanizaron y sevillanizaron la exquisita
Universidad Menéndez Pelayo, de modo que en el
Barrio de Santa Cruz se la conocía como La
Menéndez, nombre de cervantina moza de
partido, institución que tuvo otra sede con el
catedrático Plácido en Las Teresas, pero que
aquí le dio su copita a Vargas Llosa y a Jorge
Luis Borges, quien en agradecimiento al
descubrimiento de la Sevilla concurdánea de la
caoba indiana de los mostradores, aunque era
ciego como Homero, acuñó su gloriosa frase
sobre el azul de la cóncava mañana de la
ciudad. (Punto en el cual Pedro Romero de
Solís, único superviviente de aquella
prodigiosa tripleta profesoral de La Menéndez,
debe desmentir que la ceguera de Borges
sobreviniese porque se pusiera allí ciego del
muy literario vino de la hoja con que don
Santiago Montoto se ponía contentito.)
Allí estaba el
cuadro con los tres estados de la Giralda que
dibujó Hazañas. Allí, la vieja foto de la
calle Mateos Gago antes del ensanche de la
Exposición Iberoamericana. Allí, el recuerdo
del cercano Corral de la Purísima, donde nació
Estrellita Castro, yo creo que con el rizo
puesto. Allí, la báscula averiada que ya no le
daba a nadie el cartoncito con su peso,
impreso en el reverso del retrato de Ava
Gadner. Allí tomaban café los académicos de
Buenas Letras antes de las sesiones de los
viernes, y los domingos se podía ver algún
frac cuando había solemne ingreso en Bellas
Artes de Santa Isabel de Hungría; atuendo de
gala que al dueño no le gustaba que aportara
por allí, pues la clientela pensar podía que
tratábase del Cobrador del Frac, y tan tieso
no estaba.
Y allí donde
estaban todos esos recuerdos, toda esa
Sevilla, toda esa cultura exquisita del bar y
popular de la taberna, en el Bar Giralda, hoy
no se ha levantado el cierre. Los comercios
tradicionales suelen tener dulce muerte en
Sevilla. Quedan muertos una madrugada,
mientras la ciudad duerme. Por la mañana, los
seres queridos acuden a despertarlos, en vista
de que no levantan el cierre, y los encuentran
fríos, con las puertas cerradas para siempre.
Así ha muerto el Bar Giralda, como murió media
Sevilla de nuestra memoria. ¿La causa? Yo la
sé. Las tabernas tienen alma. Y el Bar
Giralda, en vista de que ya no había en
Sevilla un Príncipe de las Tabernas como
Garmendia para que lo cantara en romance, y en
vista de que ningún profesor García Baquero
podía reverdecerle ya los laureles académicos
de La Menéndez, y contemplando además cómo
estaban desfigurando todo el centro del que
fue testigo y protagonista, ¿pues qué iba a
hacer? Morirse. Cerrarse. Los viejos comercios
se le están muriendo a Sevilla de pena. Otros
sostienen que esta Sevilla degradada y
modernísimamente cateta no se merece esos
hitos de la memoria.