No
recuerdo haberlo visto nunca con una mala cara. Si
la puso, fue para sus adentros. Y por el contrario,
ahora que se ha ido Juan Garrido Mesa, y que ya ha
asistido a su última misa capitular de las 10 dentro
de una caja de pino sobre la que colocaron los
sagrados ornamentos del real cuerpo de calonges al
que por oposición y no a dedo pertenecía, no se me
borra su sonrisa. Sonrisa de sabiduría, de retranca,
de experiencia, de haberlas visto venir muchas
veces. ¿Cómo era, Dios mío, cómo era la sonrisa de
Juan Garrido? Pues era un gurruño entre su mentón
apretujado y su boca recogida. Una sonrisa que
engrandecía su pequeña estatura de gran hombre.
Ahora que tanto se
habla en falso de modernidades, para espejo de
modernos y brújula de progresistas, Juan Garrido. De
verdad. Cuando había que jugarse el tipo para serlo.
Ahora, con aquí el Amigo, tan grato al poder
socialista, ser cura progresista y moderno no tiene
mérito. Es ir a favor de querencia. ¿Mérito? Cuando
lo era Juan Garrido, en tiempos de Bueno Monreal,
que bajo la púrpura cardenalicia vestía la camisa
azul del Movimiento Nacional que lo había traído a
Sevilla como cuña del régimen contra el monárquico
Don Pedro, Cardenal Segura y Sáenz, Arzobispo de
Sevilla. Juan Garrido pudo haber sido un mimado
curita de misa y olla del régimen y de Bueno
Monreal, pero prefirió ser avanzada de libertades.
Cuando la libertad era pecado. Juan Garrido fue de
los curas que inventaron el Concilio Vaticano II
antes de que se celebrara. Los que hicieron el «aggiornamento»,
que era la palabra, y la apertura mucho antes de que
la decretase Juan XXIII. Ahora que evoco a aquel
Papa, Juan Garrido era hasta físicamente una mijita
Juan XXIII: cortete, gordete, sin darse la menor
importancia, pero convencido de que con las beatas y
los de comunión diaria la Iglesia no iba a parte
ninguna.
En esta hora de los
justos gorigoris en que se evocan tantas facetas de
su vida, puedo revelarles que yo conocí a Juan
Garrido cuando fue cardenal. Y no un cardenal
cualquiera, sino cardenal arzobispo de Boston en la
era kennediana. Para toda una generación de
sevillanos de cine Club Vida, de «Le Monde» en el
puesto de Curro, de suscripción a «Cuadernos para el
diálogo» y de políticas citas a ciegas con «Triunfo»
bajo el brazo, Juan XXIII y John F. Kennedy fueron
nuestros modelos de modernidad y progreso. En el
ocaso de la dictadura, soñábamos una España como la
del Partido Demócrata de Kennedy. Con ese estilo
político de ilusión, pues aún faltaban unos añitos
para el fracaso del Vietnam y la radicalización de
Mayo del 68. Algunos sevillanos organizados en
Compromiso Político Sociedad Anónima, con el
decidido y loquito empeño de derribar la dictadura
mediante una empresa mercantil, tuvimos a Kennedy
como guía e incluso praxis política. Como la
biografía de Kennedy nos la conocíamos al dedillo,
¿verdad, Antonio Cascales?, en cuanto apareció por
allí Juan Garrido, a arrimar el hombro y dar ánimos
para tan descabellada como soñadora aventura juvenil
de libertad y de democracia, en viendo que el cura
avanzado era nada menos que canónigo, igual que lo
de «Si tú Chita, yo Tarzán», alguien dijo:
-Si Alejandro es
Kennedy, Juan Garrido Mesa es nuestro Cardenal
Cushing.
Certifico que lo fue.
No entonces, sino un poco más tarde, cuando nuestros
hijos ya estaban en edad escolar. Aquel Juan Garrido
avanzado defensor de la llegada de la democracia a
Sevilla la puso en práctica como director del
Colegio Aljarafe, templando gaitas como siempre, el
PCE a babor, la Caja de Ahorros a estribor. Juan era
una garantía frente al poder, y aplicó su prestigio
en favor de la libertad docente. Allí sí que fue un
verdadero Cardenal Cushing de la tolerancia, de la
apertura a todas las ideas, de los métodos docentes
más innovadores. Los que, como Juan, habíamos sido
educados en la represión quisimos para nuestros
hijos una enseñanza en libertad. Y el Cardenal
Cushing, digo, el buenazo de Juan Garrido, la
consiguió. Aquellos niños, los treinticuarentas
emprendedores de ahora, que entonces no lo
comprendían y le llamaban El Garbancito, sabrán
valorar mejor que nadie el puchero de libertades con
todos sus avíos que puso Juan Garrido en su Colegio
Aljarafe.