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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Cuando Juan Garrido fue cardenal

No recuerdo haberlo visto nunca con una mala cara. Si la puso, fue para sus adentros. Y por el contrario, ahora que se ha ido Juan Garrido Mesa, y que ya ha asistido a su última misa capitular de las 10 dentro de una caja de pino sobre la que colocaron los sagrados ornamentos del real cuerpo de calonges al que por oposición y no a dedo pertenecía, no se me borra su sonrisa. Sonrisa de sabiduría, de retranca, de experiencia, de haberlas visto venir muchas veces. ¿Cómo era, Dios mío, cómo era la sonrisa de Juan Garrido? Pues era un gurruño entre su mentón apretujado y su boca recogida. Una sonrisa que engrandecía su pequeña estatura de gran hombre.
Ahora que tanto se habla en falso de modernidades, para espejo de modernos y brújula de progresistas, Juan Garrido. De verdad. Cuando había que jugarse el tipo para serlo. Ahora, con aquí el Amigo, tan grato al poder socialista, ser cura progresista y moderno no tiene mérito. Es ir a favor de querencia. ¿Mérito? Cuando lo era Juan Garrido, en tiempos de Bueno Monreal, que bajo la púrpura cardenalicia vestía la camisa azul del Movimiento Nacional que lo había traído a Sevilla como cuña del régimen contra el monárquico Don Pedro, Cardenal Segura y Sáenz, Arzobispo de Sevilla. Juan Garrido pudo haber sido un mimado curita de misa y olla del régimen y de Bueno Monreal, pero prefirió ser avanzada de libertades. Cuando la libertad era pecado. Juan Garrido fue de los curas que inventaron el Concilio Vaticano II antes de que se celebrara. Los que hicieron el «aggiornamento», que era la palabra, y la apertura mucho antes de que la decretase Juan XXIII. Ahora que evoco a aquel Papa, Juan Garrido era hasta físicamente una mijita Juan XXIII: cortete, gordete, sin darse la menor importancia, pero convencido de que con las beatas y los de comunión diaria la Iglesia no iba a parte ninguna.
En esta hora de los justos gorigoris en que se evocan tantas facetas de su vida, puedo revelarles que yo conocí a Juan Garrido cuando fue cardenal. Y no un cardenal cualquiera, sino cardenal arzobispo de Boston en la era kennediana. Para toda una generación de sevillanos de cine Club Vida, de «Le Monde» en el puesto de Curro, de suscripción a «Cuadernos para el diálogo» y de políticas citas a ciegas con «Triunfo» bajo el brazo, Juan XXIII y John F. Kennedy fueron nuestros modelos de modernidad y progreso. En el ocaso de la dictadura, soñábamos una España como la del Partido Demócrata de Kennedy. Con ese estilo político de ilusión, pues aún faltaban unos añitos para el fracaso del Vietnam y la radicalización de Mayo del 68. Algunos sevillanos organizados en Compromiso Político Sociedad Anónima, con el decidido y loquito empeño de derribar la dictadura mediante una empresa mercantil, tuvimos a Kennedy como guía e incluso praxis política. Como la biografía de Kennedy nos la conocíamos al dedillo, ¿verdad, Antonio Cascales?, en cuanto apareció por allí Juan Garrido, a arrimar el hombro y dar ánimos para tan descabellada como soñadora aventura juvenil de libertad y de democracia, en viendo que el cura avanzado era nada menos que canónigo, igual que lo de «Si tú Chita, yo Tarzán», alguien dijo:
-Si Alejandro es Kennedy, Juan Garrido Mesa es nuestro Cardenal Cushing.
Certifico que lo fue. No entonces, sino un poco más tarde, cuando nuestros hijos ya estaban en edad escolar. Aquel Juan Garrido avanzado defensor de la llegada de la democracia a Sevilla la puso en práctica como director del Colegio Aljarafe, templando gaitas como siempre, el PCE a babor, la Caja de Ahorros a estribor. Juan era una garantía frente al poder, y aplicó su prestigio en favor de la libertad docente. Allí sí que fue un verdadero Cardenal Cushing de la tolerancia, de la apertura a todas las ideas, de los métodos docentes más innovadores. Los que, como Juan, habíamos sido educados en la represión quisimos para nuestros hijos una enseñanza en libertad. Y el Cardenal Cushing, digo, el buenazo de Juan Garrido, la consiguió. Aquellos niños, los treinticuarentas emprendedores de ahora, que entonces no lo comprendían y le llamaban El Garbancito, sabrán valorar mejor que nadie el puchero de libertades con todos sus avíos que puso Juan Garrido en su Colegio Aljarafe.

 

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