ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Un pregón por la calle Sagasta

HACE este solecito antiguo de las doradas mañanas del otoño. La ciudad se te aparece mucho más nítida y perfilada que en la cegadora luz de tambores de la primavera. Solecito que te permite disfrutar la gama de colores de Sevilla: los ocres, los azules, el blanco de las capas de cal que, mano tras mano, grumos forman como cuadros de vanguardia por los muros que están esperando enverdinarse con las lluvias.

Voy desde la calle Tetuán a Francos y corto por la Capillita de San José. El sol reverbera en la cal, en la ladrillería de la antigua capilla de los carpinteros. En la esquina, frente al recuerdo de la entrada de la fonda de Casa Calvillo, un turista con paladar le echa una foto a la fachada de la Capillita. Silencio y frío al entrar la sombra del puesto de flores, anunciando crisantemos de noviembre, frente a la barreduela de la Casa de Soria, junto a las Cuatro Esquinas de San José, por allí jumean a la tarde los calentitos.

Y de algún lugar que nunca se acierta a encontrar, la sorpresa del olor de estas largas mañanas de Sevilla. Como un recuerdo o como un anuncio, el olor a incienso de un tío que lo vende en el puestecillo de una mesa de campimplaya, ardiendo en los breves carbones de los barros con forma de chimeneas de La Cartuja. Este olor a incienso que te sorprende por las esquinas del centro es el novio cartujano que le pinta a Sevilla el otoño color de loza, color de sueños, color de cuenta atrás de los capirotes que en la Alcaicería todavía son el guarismo del año fundacional en la muestra de la tienda donde están haciendo acopio de cartones para que a la ciudad le toque cada año el bingo de la certeza del gozo.

Y cuando voy llegando a la lotería de Sagasta, la de los millones, veo que delante va un tío como escapado de una vieja foto, como un personaje salido del paisaje con figuras de una página de «Arquitectura Civil Sevillana». Empuja un triciclo de reparto, como los que alquilaban en las paradas que antes habían sido de carrillos de mano: la de la Plaza del Pelícano, la de la Puerta del Arenal. Es un triciclo verde, con su media bicicleta como incrustada en el carrillo de las dos grandes ruedas neumáticas y su barra a modo de manillar. En la sorpresa de la mañana, como un sonoro incienso antiguo, suelta el pregón:

—¡Se compran cacharros viejos, compro lámparas viejas!

¿De dónde ha salido este viejo pregón, de dónde viene este hombre, de qué artículo de José Andrés Vázquez ha llegado hasta la calle Sagasta, de qué novela de Guillermo Hernández Mir se ha escapado camino del patio de los naranjos del Salvador? Me dejo ir, para gozar del pregón. Lo va el hombre entonando con una cadencia que sólo él conoce. Lastimero pregón, como eran tristes todos los que de niño y muchacho escuchaba por mi barrio, por casa de mi abuela, camino del colegio. El pregón te rejuvenece. Renace la fenecida ciudad de los pregones. ¿Cuánto hace que no escuchabas un muecín de los alminares de la memoria invitándote a la oración de la nostalgia de un pregón?

Voy detrás del chamarilero del pregón y del triciclo de reparto como el que va andando de espaldas delante de un palio: deleitándome, recreándome en la suerte que he tenido de llegar a la calle Sagasta cuando él pasaba. Si entrase en el taller de los relojeros de la calle Monardes, con su lente de Polifemos del tiempo me mirarían el reloj del alma, y me dirían qué año estoy reviviendo, qué siglo es hoy, esta mañana de sol e ignoto incienso, sin mujeres que salgan ya a los desiertos balcones, cuando sigue el monótono pregón:

—¡Se compran cacharros viejos, compro lámparas viejas!

Vamos llegando al Salvador y me fijo en lo que dentro del triciclo lleva el tío del pregón de los cacharros viejos. Lleva una plancha de las que se calentaban al fuego de una cocina económica. Lleva dos cuadros horrorosos. Lleva unas salvillas de metal cuyo desnudo dorado ha salido del baño de falsa plata. Y ahora que me fijo mejor, veo que lleva también la memoria de la vieja ciudad de los pregones. Pero no hay dinero en el mundo para que yo le haga caso y le venda al tío del pregón de la calle Sagasta este querido, otoñal cacharro viejo de los recuerdos de mi infancia.

 

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