ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Envidia del tío de la escalera

Detrás de cada paso va siempre una breve bulla de paisano de la propia hermandad. Figuras menores de la Pasión, de las que nadie habla, a las que ningún poeta dedicó nunca un solo verso, los que casi nunca salen en las fotos artísticas de la Semana Santa. Va el aguador de la cuadrilla con el bidón horroroso de plástico con que se ha sustituido al cántaro de Lebrija; va uno, hermano antiguo, mecánico prejubilado, que es quien le soluciona todos los chapuces a la cofradía durante la estación; va otro con un escudo de la cofradía colgado de la solapa de la chaqueta que nunca sabe nadie bien qué hace allí; y va el tío de la escalera. Mucho antes de la solemnidad de Jueves a Sábado Santos con los misterios del Descendimiento, con los dos santos varones bajando a Cristo del madero, el tío de la escalera ha sido desde el Domingo de Ramos como la figura de una Pasión viviente, como un José de Arimatea o un Nicodemus que, impacientes, se han adelantado una mijita al misterio de las tres necesidades de María que esta tarde crujirá con el barco carretero.

El tío de la escalera nos encanta al niño que todos llevamos dentro estos días. A mí de chico lo que más me gustaba era, en las tardes de viento, cuando el tío de la escalera tenía que usarla para subirse a los pasos de misterio y encender los pabilos de la cera apagada en los guardabrisas de los candelabros. Era como una carrera contra el tiempo, apasionante. El tío de la escalera estaba, con su pabilo encendido, prendiendo los codales, y se veía que la cofradía había ya echado a andar, que ahora el pertiguero ordenaba levantar los ciriales, que el capataz se volvía hacia el paso y se iba derecho al llamador. Y la duda era siempre la misma inquietud: ¿a que no se dan cuenta y levantan el paso con el tío ahí en lo alto? ¿A que se va a pegar el costalazo desde ahí arriba, con escalera y todo? Pero no era listo ni nada el tío de la escalera, que justo un segundo antes de que sonara el primer golpe del martillo se bajaba y quitaba aquello de allí, ya con todo el candelabro reluciendo como el sol a pesar del viento marcero o abrileño.

A Antonio Machado, en sus recuerdos de infancia sevillana, tuvo que seguir evocando la figura del tío de la escalera. ¡La de tíos de la escalera que vería, quizá hasta al otro lado del puente! Pues su madre, trianera, seguro que lo llevaba a ver las cofradías del Arrabal y Guarda, cruzando precisamente el puente donde conoció al que había de ser su marido, una tarde que los delfines habían subido por el río y Triana se echó a la barandilla para verlos. Machado, cuando recuerda al Cristo de los Gitanos, quizá evoque al Señor de la Salud de la Carretería, porque cita de entrada una saeta que pide prestadas escaleras para desenclavarlo.

El tío de la escalera no la pide prestada para subir al madero, sino que la tiene durante toda la estación de la cofradía como si fuera de su propiedad. Envidiable salvoconducto para no perderse una en la cofradía querida, para estar en todo lo mejor, tras el paso de la Virgen venerada o del Cristo de la devoción familiar. Viendo las cofradías, yo no envidio al hermano mayor que va delante con la vara dorada. Envidio al tío de la escalera. Menuda suerte, haber ido toda esta Madrugada con una escalera detrás de la Esperanza o del Gran Poder, todo el recorrido. Entrando por donde nadie entra, pasando por donde nadie pasa. Llega la cofradía a La Campana y echan a media humanidad que va con la hermandad, pero el tío de la escalera pasa, vamos que si pasa. Llegan a la Catedral y nadie entra, pero el tío de la escalera sí que entra. Es como un privilegiado penitente de paisano. Liviano tiene que ser el peso de la escalera yendo detrás de esos prodigios. Sin pagar papeleta, menudo sitio te has buscado, envidiable tío de la escalera...

 

 

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