ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El ciprés de Santa Marta

Lo vi la otra mañana, cuando la Giralda acababa de dar las 2 de la tarde. La tarde ya de esa mañana. De la mañana de la Virgen. No hay que decir qué Virgen. Esa tarde del 15 de agosto que ha retratado Carlos Colón en la tristeza de la ciudad vacía, con frase que le envidio. Mecachindiez no habérseme ocurrido a mí este acierto: la tarde del 15 de agosto es como la del Viernes Santo, pero sin Carretería.

En la ronda por la ciudad sosegada y en calma como correspondía a la festividad del día, comprobé una vez más que por algo llaman Matacanónigos a esa esquina de Placentines con el Palacio Arzobispal y la plaza de la Virgen de los Reyes. Con los termómetros a 40 grados, por allí por Matacanónigos corría el fresquito. Deben de ser las rebajas del aire: en agosto corren los restos de serie de los birujis que por allí soplan en enero. Falta les hacen esos fresquitos a los pobres caballos de los coches de punto, en toda la solana, por donde la puerta falsa del Palacio Arzobispal. La puerta de los altos aldabones. ¿No se han fijado? Esa puerta que abren en la mañana del Corpus para poner el paso de La Cena tiene los aldabones más altos de toda Sevilla. Igual que la puerta principal de Palacio, como seguimos llamando al Arzobispal en esta Sevilla que se ha llenado de falsos palacios, hasta el punto de que hasta la madre de Falete dice que su niño se ha comprado una casa-palacio. Pero iba por los aldabones. Las dos puertas del Palacio Arzobispal tienen unos aldabones puestos tan altos que incluso no puede alcanzarlos ni un jugador de la NBA que llegara a llamar para pedir audiencia. ¿Son aldabones para jinetes? ¿No será que para poder llamar con ellos hay que desenganchar uno de estos pobres caballos a los que le está dando toda la solanera al pie de la Giralda?

En la ronda por la ciudad sosegada y en calma como correspondía a la festividad del día, desde esa esquina donde estuvo el arco del Corral de los Olmos que documentó el profesor Francisco Granero, me fijé en algo que nunca he visto glosado ni retratado: el ciprés del convento de Santa Marta. Sobre la blanca cal del convento, ascendiendo glorioso hacia su espadaña, a su lado, el verde ciprés que se asienta en un breve jardincillo con una verja que evita las porquerías de una rinconera. Estaba la Giralda, solemne, y frente, su oponente, en los eternos duales sevillanos: la espadaña de Santa Marta. Cuando repica la Giralda, la espadaña de Santa Marta también toca. Lo mínimo frente a lo máximo. Dos Sevillas frente a frente: una humilde campana de cal y silencios en el convento, y toda la campanería gloriosa en la ladrillería de la torre mayor. La Giralda está harta de que le hagan fotos. Es una mujer tan perfecta que está guapa por cualquier perfil. En cambio nadie retrata nunca la espadaña de Santa Marta, el convento fundado en 1385 por el arcediano de Écija, Hernán Martín, donde se vinieron las monjas agustinas de La Encarnación cuando fue derribado en el reinado de Pepe Botella, que levantó allí una plaza de abastos con el exclusivo fin de que los armaos de la Macarena pudieran tener una segunda actividad fuera de su nobilísimo oficio de la Madrugada.

Apenas nadie se ha fijado en la espadaña de Santa Marta. Y menos en su monumental ciprés. ¡Cuánta Roma nos trae el ciprés de Santa Marta al mejor cahíz de Sevilla! ¿O lo plantó Gerardo Diego, cuando vino al Ateneo a hacerse la foto de la Generación del 27? Gerardo Diego era perito en cipreses. Tras catalogar al de Silos como «enhiesto surtidor de sombra y sueño», seguramente plantó el de Santa Marta, que es como una verde plomada habitada por los gorriones de Bécquer, para poder comprobar la exacta verticalidad de su «Giralda en prisma puro de Sevilla». Nivelada del plomo, de la estrella y del ciprés de Santa Marta.

 

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