ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Vargas Llosa o un Nobel al toreo

Pues tal como está en España la polémica sobre el ser y la esencia del toreo, al otorgar el Nobel de Literatura a un aficionado peruano llamado Mario Vargas Llosa es como si la Academia Sueca le hubiera juntado las manos a los antitaurinos y, puuuuuuum, estocá hasta los gavilanes. Sin puntilla.

Es la vez primera que le dan el Nobel a un aficionado a los toros, a un señor que va a las plazas como hay que ir: metiéndose en carretera y pagándose la entrada de su bolsillo. ¿Hemingway dice usted? Don Ernesto no era lo que entendemos por un aficionado. Era un guiri que vino a los Sanfermines y cogió una tajá tan gorda que le duró hasta el verano sangriento de Ordóñez y Dominguín, que no fue sangriento y yo creo que ni siquiera verano. Hemingway era un americano que andaba por los callejones con la petaca de güisqui (¿verdad, Curro?), ofreciendo tragos a un hombre vestido de luces que se acercaba a la barrera con los avíos en la mano después de algo tan serio como haber matado un toro. Miguel El Potra culpaba a Hemingway de haber llenado Pamplona de americanos borrachos en pantalones cortos queriendo correr el encierro ciegos de calimocho. Ni Hemingway defendió la Fiesta frente a los abolicionistas ni Hemingway se mojó nunca. Vio los toros como la guerra de España: desde el bar del Hotel Florida.

Con Vargas es la vez primera que le dan el Nobel a lo que entendemos por un aficionado. Bueno, también podría un cínico decir que es la vez primera que le dan el Nobel a la clínica Buchinger de Marbella, donde el escritor se recluye cada verano para quitarse de encima diez kilos y echarse a los lomos cien folios de la nueva novela que se traiga entre manos. Desde la Buchinger, Vargas va ritualmente a todo festejo, por endeble que sea el cartel, que se dé en Marbella. O sube a la Goyesca de Ronda, o va a la Feria de Málaga. Y no falta en Madrid por San Isidro. Y en Sevilla estamos hartos de verlo en los toros, con o sin farolillos.

Así que déjame que te cuente, limeño, porque Vargas tiene un apellido que más torero no puede ser. Más que a Lima y al Acho, por su afición al toreo según Sevilla me suena a Camas y a plaza de la Pañoleta. A un Arenal cuyas glorias cantó en su pregón taurino, regado con la sangre de la muerte de Soto Vargas. Allí, a través de Romero primero y de Oliva Soto después, están todavía desplegándose, de templaditos que eran, los vuelos herederos del capote de Salomón Vargas, una escultura de Montañés de torero y de gitano. Vargas Llosa suena a Vargas Minuto, a Pepe Luis Vargas. Vargas Llosa es Vargas Heredia to-tal, más de romance y copla que de visitadoras, escribidores y cadetes leonciopradinos. Muchos del oficio le llaman Varguitas. Varguitas suena totalmente a tercero de una cuadrilla: «Ciérralo, Varguitas».

Y como hay que cerrar este artículo, evoco a Vargas en el Lope de Vega, dando su pregón taurino, diciendo que más que premio Nobel a él le hubiera gustado no ser banderillero como Manuel Machado, sino Manolete del Perú. Y lo evoco en esta Casa de ABC de Sevilla el pasado junio, cuando las indianas jacarandas en flor, recibiendo el premio Manuel Ramírez por un artículo que defendía la Fiesta con valentía torera y en una plaza difícil: «El País». Como cuando Perico Romero de Solís y Antonio García Baquero lo llevaban desde la Menéndez Pelayo al paraninfo de Las Teresas, yo me voy ahora allí, le pido al recuerdo de Plácido una copa de solera y brindo por este Nobel que le han dado al toreo en la persona de un gran aficionado peruano. ¡Música, maestro Vargas!

 

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