ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El Rey tartaja

Cuantas más películas españolas veo, más me gusta el cine inglés. La maravillosa delicadeza que encontramos en series televisivas como «Retorno a Brideshead» o «Arriba y abajo». Esos interiores de caoba, encajes, hilo y plata donde brillan los magníficos actores secundarios. Esos protagonistas que parecen nada menos que actores, y no como los nuestros, tan zarrapastrosos y guarretes que estrenan una peli, se ponen ante el fotocol y no sabes si son los del reparto o unos chorizos en rueda de reconocimiento.
Antes de las candidaturas de los Oscar fui a ver la taracea histórica titulada «El discurso del Rey» y me explico perfectamente sus doce nominaciones. Qué bien tratan su Historia estos ingleses, qué bien se ponen, qué elegantes salen. Los ingleses salen en sus películas tal como todo el mundo piensa que son los ingleses. Yo creo que los ingleses son así de ver tanto cine inglés. Como los españoles nos estamos volviendo tan zafios, ordinarios, insolentes y depravadetes de tanto ver tantas películas patrias que nos meten con calzador por el televisor.
Si yo entendiera de cine, que no sé una papa, hablaría ahora de la inmensa capacidad de dirección de Tom Hooper, de su maestría para reconstruir las mentalidades y el ambiente de la Gran Bretaña de preguerra. O hablaría del papelazo de los actores Colin Firth como Jorge VI y Geoffrey Rush como el logopeda australiano Lionel Logue que logró que el Rey leyera sin tartamudear su discurso a la nación que le había declarado la guerra a Hitler. Pero como no soy un entendido en cine, sino un tartaja que tiene el habla abelmontada (como el «de,de,degenerando» de la anécdota del banderillero que llegó a gobernador), pues a esto es a lo que voy, a la delicadeza y dramatismo con que «El discurso del Rey» trata el principal tema de su argumento, que fue el principal problema de Jorge VI, sin que lo supiéramos: la tartamudez. Habíamos oído hablar de tartamudos famosos como el citado Juan Belmonte, Churchill, Newton, Darwin, Marilyn Monroe, Ana María Matute, Julia Roberts, Borges o el propio Cervantes. O mi amigo Pepe Oneto, que tampoco es manco. En tan ilustre nómina de la disfemia (que es como se dice tartamudez por lo fisssno) nadie nos había presentado al rey Jorge VI como colega en el arte de atrancarse hablando, que dicen que tal ocurre porque como los tartajas somos tan listos (¿pasa algo?), pensamos más rápido de lo que podamos expresarlo con palabras, por lo que nos rasca la caja de cambios, nos atrancamos, se nos gripa el carburador y se nos cala el motor.
Los tartajas tenemos muy mala prensa. Estamos desprotegidos socialmente. Nadie nos considera «disminuidos locucionales», por lo que no tenemos ni plaza reservada en los aparcamientos. Se burlan de nosotros, como la Familia Real Inglesa se reía de Ber, Ber, Bertie. Pero nadie censura estas burlas. Si llamas a alguien «mongolo» o «retrasado mental», tienes inmediatamente que presentar excusas. Pero si te burlas de los tartajas contando el chiste del naufragio y el marinero tartamudo («mi capitán, mejor que zo,zo,zobre que no que fa,fa,falte»), todo el mundo ríe la gracia. Y yo, que para corregirme fui a un generoso sacerdote navarro que en un chalé de la calle de Madrid que ahora lleva su nombre puso una clínica para quitar la tartamudez, el Padre Jesús Ordóñez, que era como el Lionel Logue de la película pero con sotana, le daría a «El discurso del Rey», aparte de las doce nominaciones, el Oscar al tratamiento más respetuoso del drama social de la tartamudez.
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