ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La primera torrija

El primer árbol del amor florecido, el primer vencejo, el primer muchacho con un capirote bajo el brazo, la primera mudá, todo tiene su literatura de las vísperas. Sevilla es siempre un homenaje a Pedro Salinas: «Vísperas del gozo». Pasado un primer viernes de marzo de Cruz de las Toallas en Pilatos y cola ante el Cautivo en San Ildefonso, mañana, mañana sale la que siempre toca. La que siempre toca el corazón de la memoria y la memoria del corazón: la amorosa cuenta atrás de la Cuaresma. Es como un lanzamiento espacial en Cabo Kennedy. Los capirotes colgados en las Alcaicería y pregonados en las pancartas de la Puerta Carmona son como cohetes que Sevilla va a lanzar para recuperar los cielos que perdimos. La ascensión de Sevilla a sus cielos. Suena por lo civil la voz de El Balilla, el ángel anunciador que El Penitente llevaba de patero en el palio de Los Gitanos: «Al cielo con ella». Al cielo con Sevilla. Empieza la cuenta atrás de los días que faltan: 40,39,38,37... Tenemos la certeza de que al final de esta cuenta a la ciudad le espera un cielo azul Carretería en tardes absolutamente gloriosas, en noches de incienso a la luz de la cera. Por eso andamos todos como magos estrelleros, adivinando los signos y avisos del gozo que se acerca, cuando la ciudad soñada volverá a ser una efímera realidad de perfecciones.

Palpando esos signos que anuncian la certeza andaba por mi barrio cuando pasé por la esquina de la Puerta Larená, frente al bar de Ventura, frente a la barbería de Victorio, frente a la Acera del Negro, junto al taller de joyero de Alcón. Por la esquina mínima y dulce de la confitería Los Ángeles, la que era hermana fraterna de La Rosa de Oro en la Punta del Diamante, la de la familia Vega Alfonso. Y allí, el escaparate que miran los turistas cuando van para el museo de la plaza de los toros, con los dulces antiguos que recuerda mi memoria chuchona de niño del barrio: las bizcochadas, los savoys, las tortas de San Lorenzo, los bolívares, los borrachos, las medias lunas. Y allí, en el escaparate de Los Ángeles, junto a la guarnicionería de Angelito, como esperando túnicas azules de sarga o de terciopelo, en una bandeja, flotando en una pleamar de miel y almíbar, las torrijas. Las primeras torrijas. Las puntuales, rituales, ceremoniales torrijas, esperando el Miércoles de Ceniza, exactas como un dulce reloj en el almanaque sentimental de la ciudad, marcando el tiempo que queremos detener en nuestras manos.

La primera torrija de Los Ángeles estaba allí, flotando en su batea, como aguja loca del reloj de la certeza, jugosa, dulce, con la canelita de su color, que, si no, me hubieran dado ganas de decirle al confitero: «Párala ahí, que le voy a cantar una saeta». En realidad, le estoy cantando una saeta en prosa a la primera torrija del Arenal. Es como si le pidiera prestada a mi ahijado El Pali su voz de arropía para cantársela, con cinco versos que Florencio Quintero acaba de traer de su almacén de hierros de la calle Galera.

Puntuales, exactas como un reparto de papeletas de sitio, han llegado a Sevilla las primeras torrijas. Como la primera novia, como el primer beso, son las mejores, las que nunca se olvidan. Cuando sea Viernes Santo y por esta esquina de la Puerta Larená esté pasando el Cristo que con su muerte nos da la Salud, Capitán divino del barco carretero, me acordaré de ti, primera torrija de Los Ángeles que anoche me anunciaste la certeza de la cercanía del gozo.

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