ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La oración del torero

Por algún callejón, por Pavía, por Galera, por Valdés Leal, El Arenal debe de guardar su caja de los prodigios. Por algún lado tiene que estar esa cajita prodigiosa, como un costurero de madera con cerradurita, llavecita y un espejo por dentro, de los que vendía Conde en su mercería de las peponas colgadas sobre el mostrador, como premios de una tómbola imposible de carretes de la dalia y blancos alfileres de novia. O estará en la esquina de Arfe donde vino a parar el bacalao de la Cuesta del tal nombre, tapando el olor a esparto de la alpargatería de Navarrito, frente por frente a la Tienda del Reloj, no marques las horas, porque mirando al mar que le daba nombre a la calle García de Vinuesa soñé el domingo que mi barrio debe guardar por algún sitio su secreto de obrar prodigios. Obró un día, por ejemplo, gracias a un tabernero de esta collación del Sagrario, el prodigio de que no se secaran las Lágrimas de San Pedro por las cuatro caras de la Giralda y volvieran a sonar los clarines a lo divino que anuncian la salida del toro del verano.

El domingo, en un jardín cerrado para pocos, se obró uno de esos prodigios. Fue en la capilla del Baratillo, con su espadaña que remata el hierro forjado de la cruz del carnero de la epidemia de peste de 1649. Si la capillita de la Pura y Limpia son cien gramos de Catedral bien despachados en un papelón del puesto de calentitos de Ángela, El Baratillo es cuarto y mitad de Capilla Real, y más tras su amorosa restauración, que parece que acaba de pagar su construcción el maestro Josep Delgado Illo, el que donó el San José que ahora contempla, en la tarde de novillada, este prodigio torero del Arenal.

Dentro de la capilla del Baratillo hay una inmensa multitud. Estamos lo menos ocho o diez personas. Fuera, se oye el despertar de la siesta de un barrio que se va a la novillada. El tabernero que obró el milagro lacrimal de San Pedro nos ha convocado a este paraíso íntimo de los prodigios del barrio. Vamos a poder ver una obra de Joaquín Turina. Sí, el Arenal hace milagros. Aquí hasta se pueden ver los poemas sinfónicos que escriben los músicos de Sevilla. Hace muchos años, cuando un mexicano venía por la calle Adriano para torear en Sevilla, entró a rezarle a esa Piedad con la que el Arenal mandó a Miguel Ángel a los albañiles. Como los toreros de grabado de «La Lidia» que se paraban a rezarle al Cristo del Baratillo en la esquina de la Acera del Negro, aquel mexicano, David Silveti, entró a rezarle a La Piedad. De aquello hay una foto de Martín Cartaya. Y aquí está ahora la misma cámara fedataria, que vuelve a levantar acta de sevillanía. Suena la puerta que se abre como si fuera a salir la cruz de guía y con paso silencioso de zapatillas entra el novillero Diego Silveti, el hijo del Rey David, el bisnieto del Tigre de Guanajuato, al que esperan dos novillos que están ya encerrados ahí al lado, tras este altar. Entra el novillero, de verde y oro, como de la Esperanza de Triana el Viernes por la mañana, y se arrodilla a rezar. Detrás, abierto el compás, al brazo del capote de paseo, los tres banderilleros. Oración de oro, plata y azabache. Dura la escena la eternidad de un segundo. Se santiguan otra vez y salen, bajo los vencejos toreros que cruzan la tarde. El único sonido. Porque gracias a los prodigios del Arenal, en El Baratillo, con estos ojos que en este barrio vieron la luz primera, yo he podido contemplar «La oración del torero» de Joaquín Turina hecha pintura en la fugacidad del tiempo.

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