ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Más Cristina

Decía Rilke que la verdadera patria del hombre es la infancia. Y si esa infancia fue en una recordada ciudad, razones de más para que nos sintamos patriotas de Sevilla. Es el sentimiento que descubro en los lectores cada vez que evoco literariamente la ciudad del recuerdo infantil, género tan ilustre que nos ha dado, entre otros libros, «Los años irreparables» de Montesinos o «La Sevilla del buen recuerdo» de Laffón. Publicaba yo aquí el otro día una «Postal del Cristina» y lectores que vivieron aquellos jardines llenos de vida me completan sus recuerdos. Con tal fuerza, que no me resisto a aliviarme hoy con el pico de la muleta de transcribirlos.

«Me ha emocionado —me dice un lector— tu artículo sobre los Jardines de Cristina. ¿Cómo te acuerdas de tantas cosas y hasta de los nombres de los vendedores de chucherías? Fíjate que yo vivo, donde nací, en los pisos cuyos balcones dan al Puente y me acuerdo de las bicicletas, del puente cuando se abría y nos asomábamos para ver cuántas personas corrían para cogerlo cerrado y a punto estaban a veces de poderse caer al río, de los pocos coches que esperaban en cada lado a que cerrara otra vez y de los seminaristas con las becas rojas cruzadas sobre las negras sotanas, con sus bonetes, que iban todos los días hasta el Monumento de San Juan de Aznalfarache que yo veía desde casa, hasta que hicieron los bloques de la Plaza de Cuba, que llamaron Los Pisos de los Millonarios, porque el precio fue de un millón de pesetas.»

Otro lector recuerda: «José, el del puestecillo al lado de Castelar, teniendo yo cuatro o cinco años, me enseñó a pelar los altramuces dándoles el corte preciso con las paletas. Él fue mi proveedor de cámara, el que se quedaba con las tres perras gordas que me daba mi madre para el paseo». Y otro comunicante: «Al quiosco donde los jardineros guardaban las herramientas mi muchacha lo calificaba como calabozo para los niños malos. Era una forma de "acongojarme" para que ella estuviese más tranquila.»

Y otro lector evoca: «Al leer su artículo sobre los Jardines de Cristina ha sido como si estuviera viendo una película, un documental de aquellos años, con algunas pequeñas matizaciones. En mi caso no era la tata, sino mi joven madre la que me llevaba, y veníamos desde Martín Villa, junto a La Campana, es decir, un buen paseíto. Claro que ella, como tantos sevillanos de entonces, estaba acostumbrada a hacer esa "carrera oficial" desde La Campana a la Puerta Jerez (cuando existía la Puerta Jerez, que hoy ya no existe). Mi madre me alquilaba un triciclo, a lo mejor por eso hoy no sé montar en bicicleta. Una sola cosa añadiría a su evocación: la imagen de la señora que alquilaba los triciclos y bicicletas; por cierto, bicis sólo había un par de ellas, el resto, los que conformaban la ristra, eran todos triciclos. Incluso había uno ó dos tándemes, triciclos de dos plazas, que a mi no me gustaban, prefería ir por libre. A lo que iba: aquella señora, no sé si era su aspecto real o si su imagen se ha deformado en mi memoria con el paso del tiempo, yo la visualizo mismamente como Olivia, la novia de Popeye El Marino. En fin, recuerdos de un tiempo que no volverá, como tantas otras cosas. (Por no volver, no volveré ni a tener un trabajo, pues hoy con 58 años y parado, con mi Bachillerato de los Maristas, mi licenciatura en Empresariales y mis 30 años cotizados a la Seguridad Social, no tengo la menor esperanza de volver a encontrar un empleo, y menos todavía en esta nuestra Sevilla, en la que se ha dilapidado el dinero en setas, eliminación de aparcamientos y abrevaderos de mulas en la ex Puerta de Jerez).»

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