QUERIDOS Alberto y Ascen, que estáis en los cielos sevillanos de la eterna libertad: yo me acuerdo ahora de aquella madrugada de Sevilla. Como me acuerdo ahora, y perfectamente, de aquella mañana de Cádiz, septembrina, luminosa, en que te vi por última vez, querido Alberto, en la Plaza de la Libertad, fíjate qué nombre, ante la Puerta del Pescado del mercado donde le acababas de comprar gloria bendita de la mar oceana al Chicla. Aquella mañana de Cádiz ibas con tus niños y esperabas a Ascen tu mujer. Nos despedimos y nunca supe, Alberto, que era para siempre; o al menos hasta ahora en que me he vuelto a topar con el recuerdo de vuestra vida, cuando unos encapuchados y emboinados de mamarracho y oro, vistiendo el ridículo uniforme del sangriento cuerpo al que pertenecen, han anunciado el fin de la «lucha armada». ¿Qué lucha armada? ¿Qué armas llevabais cuando os descerrajaron dos tiros en la nunca en la oscuridad cobarde de la calle Don Remondo, junto a un muro donde ahora un mármol recuerda vuestros nombres? A vuestro asesinato lo llaman «lucha armada», Alberto; a vuestra muerte, «conflicto», Ascen. Por eso yo, con rabia, me acuerdo de aquella madrugada de Sevilla, cuando me llamó Pepe Fernández para decirme que os habían seguido hasta vuestra casa, y que en el rincón más solitario de la noche de la ciudad a la que servíais os habían asesinado unos criminales que buscaban no sé qué para una tierra que está a no sé cuántos miles de kilómetros de aquí, y que a nosotros ni nos va ni nos viene más que en tanto en cuanto es España, fue siempre España y lo debe seguir siendo.
Ytodos ahora, Alberto y Ascen, todos tiran cohetes y sueltan palomas, hasta los de vuestro propio partido, a los que les habrá de tocar la papa caliente de seguir bregando con estos asesinos cuando ni hayan entregado las armas, ni hayan pedido perdón a las víctimas, ni se hayan disuelto como mafia criminal. Yo, Alberto y Ascen queridos, creo en Dios, porque sé que está en San Lorenzo y se llama Gran Poder. Creo en la libertad. Creo en Sevilla. Creo en Cádiz. Por creer, hasta creo en los Reyes Magos, porque son tres y salen en la Cabalgata a la que llevabais a vuestros hijos. Pero en la ETA nunca he creído. ¿Quién se va a creer las palabras de nueve milímetros Parabellum de unos asesinos? Como sí creo que todo esto estaba pactado por debajo de la mesa con el Gobierno, en el hocicamiento del poder ante los criminales, que con la bajada de calzones del Tribunal Constitucional han conseguido, encima de la muerte y de la sangre, todo lo que querían: estar en los ayuntamientos y las diputaciones y manejar el dinero de nuestros impuestos, y a los que ha habido un malvado que creyendo que va con esto a ganar votos para el 20-N les ha tendido una alfombra roja para que hasta se sienten, coño, en el Congreso de los Diputados.
Me acuerdo ahora, Alberto y Ascen, de aquella madrugada, de aquella tarde de lluvia en la Plaza Nueva, de las manos blancas, de los lazos negros, del coreado Basta Ya. Como me acuerdo del silencio de sacrificio en las últimas horas de vida de Miguel Ángel Blanco. Ome acuerdo de una consulta de médico en la calle Jesús del Gran Poder y de la roja sangre sobre la blanca bata del doctor Antonio Muñoz Cariñanos. Si hay un respiro en el terror, respiro que además no me lo creo, no ha sido ni gracias a Zapatero, ni gracias a los trincones internacionales de la charlotada de Ayete, ni gracias a los mamarrachos encapuchados del comunicado. Ha sido en todo caso gracias a la Guardia Civil, gracias a la Policía, gracias a los demócratas, y gracias sobre todo a las víctimas. Que nos tiendan ahora esta nueva trampa, quizá la definitiva, nos costó, Alberto y Ascen, nada menos que vuestra sangre y vuestra vida.