La "Historia Universal de la Infamia" es un libro de Jorge Luis Borges que podría tener una versión sevillana: "Historia Local de la Infamia". La infamia, ¿qué es?, preguntaría el Catecismo Ripalda. El descrédito, la deshonra, respondería el DRAE. ¿Y hay oficios infamantes? Sí, padre. ¿Cómo cuales? Como los que nos parecen normales y habituales, pero que suponen la pérdida de autoestima de quienes los ejercen, aunque la gente no lo considere así.
Por ejemplo: vender pañuelitos de papel en los semáforos.
A mí me parece denigrante que un señor se tenga que ganar la vida vendiendo en el semáforo pañuelitos de papel. A mí me parece infamante que cada semáforo tenga como adosado a un inmigrante de raza negra que te vende los pañuelos, algunos dando incluso el espectáculo y travestidos de mamarracho según el tiempo litúrgico, como el famoso Jackson de la Plaza de Armas. A la gente no le parece infamante que el pobre negro liberiano Howard Jackson, con su correspondiente pluma (pluma africana de su tribu, naturalmente), se pase el día ante el reloj de la vieja Estación de Córdoba ganándose la vida como risión pública, vestido ora de armao de la Macarena, ora de músico de la Esperanza de Triana, ora de novia, ora de flamenca, ora de Cleopatra, ora de Miss Sevilla, que todos esos tipos lo he quincado representar.
No he visto que el metomentodo profesional que llaman Defensor del Pueblo haya protestado nunca por este triste papel de los negros, perdón, de los subsaharianos, en los semáforos de Sevilla, suplicando la compra más que vendiendo pañuelitos de papel. Y sonriendo siempre. Creo que regalan una semana en Punta Cana, todo incluido, con pulserita, del taco, a quien demuestre que un negro le puso mala cara porque no le compraba un paquete de clínes en el semáforo del antiguo Consulado de Estados Unidos.
Y esto inhumano parece normal, ¿saben ustedes por qué? Por la Historia Local de la Infamia. La infamia tiene modas, como los trajes de flamenca en el Simof. Oficios que antes eran admitidos como normales son ahora tenidos por infamantes. Sobre todo, dos: el de maletero y el de betunero. Vender clínes en la avenida de Kansas City no es infamante. Pero limpiar zapatos en un bar o en un salón de betunería, sí. Vender pañuelitos en la calle Torneo no es infamante. Pero trabajar de maletero en una estación o en el aeropuerto, sí. Y así estamos, todos con los zapatos más sucios que la carrera oficial después de pasar las cofradías, y estropeándonos además los de buena piel con el dichoso cánfor. Y así estamos, todos haciendo de maleteros de nosotros mismos en Santa Justa y en San Pablo.
A mí me dan penita en el Ave esas señoras mayores que van solas a Madrid y que tienen ellas mismas que arrastrar su maleta de ruedas, o buscar un carrito, poner la maleta en el carrito, subirla al escáner del control de equipajes, bajarla, montarla otra vez en el carrito, empujarlo hasta llegar al vagón, bajar la maleta, subirla por los escalones de la puerta, llevarla por el estrecho pasillo y pulsearla hasta el portaequipajes. ¿No podía la señora mayor de mi ejemplo llegar en su taxi a Santa Justa, llamar a un maletero y que un señor con blusa de mahón y gorra, como en el aeropuerto de Nueva York, se encargara de su maleta hasta dejarla sentada en su asiento? Con el paro que hay, ¿por qué no vuelven los maleteros y los betuneros? Ah, porque son considerados oficios infamantes. ¿Cuántos parados o inmigrantes sin trabajo podían colocarse de maleteros en Santa Justa y en San Pablo? Y si hubiera un betunero de plantilla, con su uniforme y su placa, como antaño, en cada Starbucks y en cada Café de Indias, ni te cuento. Pero no. Son oficios infamantes. Lo digno es hacer la maricona vendiendo pañuelitos de papel en un semáforo.