Sevilla ha
padecido durante muchos años una máquina terrible. Más
destructora que la más cruel máquina de guerra. España no
entró en la II Guerra Mundial y no sufrió sus bombardeos.
Pero, poco después de la Guerra Mundial, Sevilla sufrió el
peor de los bombardeos: el de la especulación, los derribos,
la destrucción de la ciudad, el mal gusto. La Plaza del
Duque, por ejemplo, es como si hubiera sufrido los
bombardeos de Dresde o de Colonia: no queda nada en pie de
lo que había en ella antes de 1939, fecha del comienzo de la
Guerra Mundial. Y en La Magdalena, igual: lo más antiguo que
queda en pie es el edificio racionalista al que pusieron de
mote Cabo Persianas.
Y tras el bombardeo de la destrucción, el bombardeo de esa
máquina terrible y destructora: la máquina de ideas
geniales. En una ciudad monumental como Sevilla deberían de
estar prohibidas las ideas geniales. Debería haberse creado
una mentalidad dominante para que las ideas geniales
hubiesen sido calificadas inmediatamente de cuanto son: de
patochadas, de chuminadas. Pero no. Todo lo contrario. Las
ideas geniales tienen muy buen predicamento y dan prestigio
a los cretinos que las proponen. A las ideas geniales le
llamaron en un tiempo Desarrollo, en otro Modernidad, en
otro Progreso. Palabras reverenciales, combustible de la
máquina de ideas geniales. Sin la máquina de ideas geniales
no padeceríamos el tranvía absurdo, ni la peatonalización,
ni el carril bici, ni Las Setas, ni las farolas de la Plaza
del Pan, ni la ordenación de la Puerta Jerez, ni el
estrechamiento de las calles, ni la conversión de la
Catedral en un museo turístico que nos cierra el Patio de
los Naranjos.
En Sevilla sería revolucionario parar de una vez y para
siempre la máquina de ideas geniales. Por favor, no inventen
más. Pero no paran, no paran. Como el altar de Corpus de la
Plaza: "Cambio plata antigua por conglomerado". ¿Y el
azulejo de la zapata de Triana? ¡No toquéis más la rosa, joé!
Una manita de pintura y a juí, que nos quieren poner aquello
como una portería de Los Remedios, con su cuadrito de
azulejos imitando la Sevilla antigua, o como uno de estos
bares nuevos recién "restaurados" con mucho mural cerámico,
mucho Murano y muy poca vergüenza.
El Ayuntamiento quiere que le transfieran las casas del
Patio de Banderas. Lo mejor que le puede pasar al Patio de
Banderas, como a Sevilla toda, es que lo dejen como está y
se dejen de genialidades y gilipolleces. Que , como siempre,
conserven el Patio de Banderas sus vecinos, los refinados
vecinos que lo habitan, los que de verdad le dan vida y
autenticidad. No quiero más museos, museítos, centros de
interpretación u oficinas inútiles para colocar parientes o
paniaguados con carné. Pueden poner el Patio de Banderas de
metacrilato y acero. De mamarracho y oro. Todo tan nuevo,
tan de escaparate. Que no, que no... Me gustan los
desconchones que se encalan cada verano. Y los jaramagos
entre las tejas. Yo quiero ver la ropa tendida en las
azoteas, los niños yendo al colegio, quiero atisbar el
misterio de los patios adivinados a través de las rejas, con
sus macetones de barro vidriado, sus quencias, sus pilistras,
sus arcones antiguos, sus cuadros oscuros de santos por las
galerías, sus velas corridas que lo convierten en un paraíso
íntimo, que invita a la siesta del abaniqueo con pericón.
Ese bendito sopor de la mecedora de caoba de Cuba que nos
reconcilia con nuestro pasado, con la ciudad de siempre, de
los abuelos de nuestros abuelos, de las damas románticas que
suspiraron por Lord Byron cuando vino a Sevilla, de las
cruces de mayo en las casas, de mantones y pianillo, de las
ingenuas jovencitas burguesas que se confesaban con Muñoz y
Pabón y querían casarse con un tenientito guapo del
Regimiento de Taxdirt.
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