Los
legisladores que aprobaron la Ley Antitabaco no sospechaban
cómo habrían de cambiarnos la vida.
-- Ni el dinero que le iban a hacer gastar inútilmente a los
dueños de los bares y restaurantes, obligándoles a hacer
zonas acotadas para fumadores, con obras, que luego no
sirvieron para nada, porque en una segunda tacada
prohibieron los tíos que se fumara en cualquier lugar
público. Claro, como ellos no tenían que pagar nada de su
bolsillo...
Con la Ley Antitabaco nos cambiaron la vida porque
convirtieron a los fumadores en sospechosos. Ni a los
comienzos del Sida, cuando era mortal de necesidad, trataban
a los enfermos del VIH con tanto recelo y temor como ahora a
los fumadores. Los fumadores son los apestados de nuestra
época.
-- No, no son los apestados, son los apestantes. Porque hay
que ver la peste que echan con el cigarrito dichoso. Yo
estoy encantada con que no dejen fumar ya en casi ningún
sitio.
Pues yo no, porque estoy a favor del tabaco en tanto en
cuanto estoy a favor de la libertad. Más leña contra el
alcohol, que estamos criando generaciones de jóvenes
cirróticos, y menos contra el tabaco es lo que hacía falta.
Fumar es como practicar un deporte de riesgo, no sabes de
dónde te va a venir la bronca. A mí, como El Piyayo a José
Carlos de Luna, los fumadores me dan pena y me causan un
respeto imponente.
Pero en los restaurantes me dejan perplejo. Esa nueva norma
de urbanidad que se ha creado, que si eres fumador no es de
mala educación levantarte de la mesa a mitad de la comida e
irte cuando estás con unos amigos. Lo hemos aceptado. El
tabaco será muy malo para la salud, pero las leyes
antitabaco son fatales para la educación. Es que no falla.
Estás en una comida simpática con unos amigos en un
restaurante y cuando ya todos hemos terminado el segundo
plato (o el plato único con esta modita dichosa de las
"entradas al centro"), viene el camarero y dice:
-- De postre, ¿qué les pongo a los señores? -
En ese mismo instante, ordenada la tarta San Marcos, y el
pionono de Santa Fe, y el tocino de cielo con nata y el a mí
me va usted a poner un menta poleo, es cuando media mesa se
levanta, a la voz de:
-- Perdonad, pero vamos a salir a fumar...
Y por muy interesante que fuese la conversación, por muy
grata que fuese la reunión, si eres no fumador allá que te
dejan en la mesa más solo que la una. Si no hay muchos
adictos a la nicotina, pasa: sólo quedan dos sillas vacías.
Pero a mí me ha ocurrido que se ha tenido que quedar conmigo
un fumador, de guardia, para acompañarme, mientras se iba a
la calle a encender su cigarrito y a disfrutarlo ¡la mesa
entera! Salir a la calle a fumar cuando se está comiendo en
un restaurante será cumplir la Ley Antitabaco, pero es
incumplir la suprema ley de la buena educación levantarse de
la mesa a mitad de la comida.
Llegué un día tardecito a almorzar a un restaurante y vi que
estaban todas las mesas vacías. Le dije al metre, ante la
desolación:
--¿Qué, la crisis?
Me respondió:
-- Qué crisis ni crisis... ¡La Ley Antitabaco! Las mesas
están llenas, pero es que han salido todos a fumar mientras
servimos los postres. ¿No ha visto usted la bulla de
fumadores que hay en la puerta, al lado del cenicero grande
de oficina que hemos tenido que poner?
Y las amistades tan buenas que se hacen y lo que se liga
fumando a la puerta de los restaurantes...
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