Como
muchos veranos cuando paso unos días en Tarifa, he hecho una
breve visita a Tánger. Ir a Tánger es para mí, sin salir de
su cultura árabe, como hacer la devota peregrinación a una
Meca familiar. A mi padre, desde que hizo la instrucción en
el campamento de Rincón de Medih para marchar al frente, le
encantaba todo lo marroquí, que simbolizaba en el Tánger
internacional, donde acudía cada vez que podía y donde tuve
la suerte de que me llevara de niño, aprovechando el
pasaporte colectivo de un partido del Betis contra el Mogreb
C.F. Cada vez que veo la película "Casablanca" me acuerdo de
aquel Tánger encantador, abierto, multirracial,
interconfesional, entre Nueva York y París, que mi padre
adoraba. Un Nueva York de radios maravillosas y tocadiscos
Philips en la Casa Ros del Bulevar Pasteur. Un París del muy
francés Café de tal nombre, en aquella ciudad que luego
conocimos por Paul Bowles, llena de espías, contrabandistas,
millonarios internacionales y estrellas de Hollywood
escondidas tras los jardines de ensueño en sus blancos
casoplones de la colina de California. En aquel Tánger
adorado por mi padre conocí, por ejemplo, la Coca Cola antes
que llegara a España, que nos trajo como obsequio hasta su
bacalito un judío al que nos habíamos hartado de comprarle
estilográficas Parker y relojes Dogma, así como un
cargamento de un bien preciadísimo entonces: las piedras de
mechero Ronson.
Las anteriores veces que peregriné hasta mi Meca paternal de
Tánger en el ferry de Tarifa me encontré como una Venecia
con chilaba: una ciudad abandonada, desconchada, pero con
todo el encanto de la decadencia, especialmente en las que
fueron sus zonas coloniales. Pero en la visita de ahora he
hallado en Tánger algo que tiene muchísimo interés para los
españoles: una ciudad en pleno auge constructivo, una
burbuja inmobiliaria en funcionamiento. Cuando Tánger
alcanzó la independencia con Marruecos en 1956, todo el
mundo tangerino del glamour de Pepito Carlenton pasó a
Marbella, que Hohenlohe convirtió como un Tánger
Internacional al otro lado del Estrecho. Ahora me ha
parecido que, en un cante de ida y vuelta, todas las grúas
que hace cinco veranos se veían a pleno funcionamiento en
Marbella hubieran pasado a Tánger en el transbordador de
Algeciras. ¡Qué maravilla, ir por una ciudad y ver edificios
en construcción y no obras paradas! ¡Qué portento, qué
estampa retrospectiva más maravillosa, contemplar de nuevo,
como en España antes, cuadrillas de albañiles en los
andamios poniendo ladrillos, el maldito ladrillo, el
condenado ladrillo! ¡Qué alegría escuchar esas hormigoneras
con su próspero ronroneo, ver encofradores, esas carretillas
autopropulsadas acarreando materiales!
A Tánger antes íbamos los españoles para visitar la Kasbah y
la Medina, para comprar en el Zoco, para admirar la Mezquita
Mohamed V, la nueva Catedral o el mirador sobre el Estrecho
donde se oyen las chirimías de los encantadores de
serpientes. Ahora tiene Tánger para los españoles un encanto
único. Ni Paul Bowles, ni la nostalgia de "Casablanca", ni
nada: ¡una burbuja inmobiliaria en pleno funcionamiento!
Como iba con mis nietos, se lo tuve que explicar. Ana, que
en sus últimos años de Madrid no pudo ver qué era un albañil
trabajando y una obra funcionando, señaló al cielo y me
preguntó:
-- Abuelo, ¿esa torre de hierro tan alta que da vueltas, qué
es?
-- Hija, eso es una grúa, y esos señores con el casco están
construyendo unas casitas adosadas estilo moruno preciosas.
Es como en España cuando tú eras un bebé, que vuestra casa
de Pozuelo estaba rodeada de grúas y de palas excavadoras y
de hormigoneras, ¿no te acuerdas?
No se acordaba de haber visto nada así. Al paso que vamos,
para que los niños sepan qué es una obra y cómo es la
industria de la construcción, habrá que llevarlos a Tánger
como yo llevé a mis nietos.
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