He pasado
en el alfoz junto a una higuera, olorosa de brevas del
verano, añorante de albercas de las huertas que por aquí
había, dehesa de Tabladilla, y me he acordado, voy a
llamarte Quintano, como si escribiera Fernando de Herrera,
de ti. De cuanto la otra mañana me decías, por las Gradas,
de cómo huele ahora Sevilla en el estreno del verano. Eres,
Quintano, de los sevillanos que riegan estos huertos
secretos de la ciudad. Cualquiera que te vea por las mañanas
en tu oficio, atareado de números, abrumado de teléfonos, no
sabe que tú, como tantos, llevas dentro un poeta. Los
soldados de Napoleón llevaban todos en la mochila el bastón
de mariscal y los sevillanos todos llevan en la cartera,
estampa de su cofradía, una hoja del laurel de poeta.
Eres, Quintano, poeta de Sevilla sin que lo sepas. Tú crees
que lo eres en la plaza de los toros, cuando el Domingo de
Resurrección, aún con el recuerdo de una candelería en los
ojos, llegas a la luz, hueles el tabaco habano de la sombra,
te guardas en el bolsillo tus abonos, ves abrirse a Sevilla
de capa y eres feliz. Pero cuando de verdad eres poeta,
Quintano, ágrafo como todos los poetas de Sevilla, es ahora.
Has pasado del común dominio del azahar a la posesión de los
recónditos olores del verano. Sin escribirlo, la otra mañana
me ibas diciendo un poema por Gradas, tú que eres hombre de
números y teléfonos:
-—¿Pero tú has visto cómo empieza a oler Sevilla ahora,
cuando ya está el jazmín, y nadie sabe de dónde viene la
dama de noche? ¿Tú has visto que ahora Sevilla nos huele
otra vez como nos olía cuando éramos chicos en los cines de
verano?
Has puesto, Quintano, en pie un mundo. Sthendal siempre
recordaba su infancia con el olor de unas manzanas. Para
Proust el recuerdo tenía el olor de magdalenas. Para ti,
Quintano, el olor te devuelve cada verano a la felicidad. Me
has contado cómo ocurre. Los niños se han ido ya a esas
cosas adonde se van los niños ahora en el verano, mientras
tú guardas aquel recuerdo de tu madre, en el tren de los
baños, entre los baúles y los bultos de los colchones, hacia
el día de la Virgen del Carmen y hacia el sonido de los
cascabeles del coche de Natarro en Chipiona. Me has contado
cómo ocurre. Coges a Margarili (así la llamaré, como de
Herrera) y os vais a pasear a Sevilla. A oler Sevilla en
estas tardes. Os vais a vuestro barrio, barrio de cancelas,
de mármoles, de patios, de patinillos, de placas de médicos
relucientes de sidol y delantales almidonados de las
criadas. Vas siguiendo el olor de un recuerdo, el recuerdo
de un olor. Sabes dónde está la dama de noche, y dónde abren
los dondiegos, y dónde las buganvillas, y en qué plazoleta
de albero y escondite hay todavía una adelfa blanca,
aceitosa y bravía. Y te huelen sobre todo los jazmines. Los
jazmines de las tapias de tu barrio. Estaban atrás, en los
patinillos, aquellos patinillos que asomaban por detrás del
azul, del rojo, del verde, del amarillo quizá, de una
cancela de coloniales colores con un solemne medio punto
cubano con forma de mecedora, pilistra y siesta. Eran los
jazmines de las tardes de tu barrio, los que tu madre ponía
en la mesilla de noche para que el cuarto trasminaran. Tú,
cuando llega este tiempo, Quintano, sigues oliendo los
jazmines.
Y te ocurrió la otra tarde, cuando ibas con Margarili por
aquella calle que todavía tiene para ti recuerdo de piano de
solterona, y de canario cantor, y de colchas del domingo de
la Majestad en público. La casa que recuerdas ya no estaba,
no estaban ni su patio ni su fuente, ni estaba su cancela.
No estaban sus jazmines. Pero tú, entre el ladrillo de
ahora, oliste los jazmines de entonces. Se lo dijiste a
Margarili:
-—¿Tú no hueles los jazmines?
—-¿Cuáles, si no hay jazmines?
—-Los que estaban aquí antiguamente...
Tú sí los hueles, oh Quintano, que el sevillano siempre
lleva recuerdo de jazmín en la memoria.
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