ANTONIO BURGOS | MIS MEJORES RECUADROS


Un barbero de Triana

 Allá por los años de la Exposición se estableció en Triana un maestro barbero que procedía, como el buen aguardiente de hierro que por las mañanas mata el gusanillo, de Zalamea la Real. La barbería estaba en la calle San Jacinto, casi paredaña con el Corral de la Parra, en cuya fachada un mármol recordaba la cuna del humanista trianero y ministro de la Corona don Antonio María Fabié. El barbero de nuestra historia se llamaba Urbano Romero y con él trabajaban y hablaban de toros dos oficiales, Curro y Elías. Y si ustedes no alcanzaron a conocer al maestro Urbano Romero, sí habrán conocido a Curro y a Elias. Curro, después de pasar, como su compañero, por una barbería que había en la Avenida, acabó de portero en el Edificio Aurora. Con su uniforme gris, Curro era el que nos vendía Chester de contrabando cuando íbamos con una niña paseando por aquella acera de los cincuenta, camino de los boleros de La Parrilla del Cristina. En cuanto a Elías, no tengo que presentarlo, pues siguió como barbero del Aero Club, condición que, junto a su natural gracia y a su afición a los toros, le ha hecho entrar más de una vez en el recuadro por la puerta de los señores.
Allí en la barbería de Triana se ganaba honestamente la vida el maestro Urbano Romero con sus dos oficiales, hasta que un día tuvo el hombre la mala fortuna de darse un golpe en el ojo, con tan mala suerte que tuvieron que sacárselo. Un barbero tuerto en Triana, donde la gente es tan supersticiosa, tiene menos porvenir que un vendedor de Coca Cola en Libia. Los clientes fueron dejando de ir a arreglarse con el maestro Urbano, incluso renunciaron a la gracia de la charla taurina de Elías, que cogía el paño blanco y dibujaba las medias verónicas del domingo más bien que el mundo. Tan apurado se vio Urbano, honrado y buen pagador, que hasta empezó a tener atrasados recibos del alquiler. Más de la pena del esplendor perdido que de los males de la salud, el maestro Urbano cayó enfermo, en una postración que a él le llevó a la muerte y a su familia a la ruina. Cuando Urbano alquiló la barbería, había salido fiador del contrato un comerciante de Triana. Este comerciante de Triana, una mañana, recibió la visita de un muchacho, serio, con pinta de estudiante:
-—Soy el hijo de Urbano, el barbero de la calle San Jacinto. Mi padre murió hace unos días. Durante su enfermedad nos dijo que si él faltaba, que le entregáramos la llave de la barbería a usted, que era su fiador; que la traspasara usted, y que con lo que saque del traspaso pague los meses de alquiler que se deben, le dé la cuenta a los dos oficiales y mande a casa lo que sobre, si es que algo sobra.
El comerciante de Triana quedó desarmado por la honradez de aquel muchacho. Y como sabía que el hijo de Urbano había ya terminado el Bachillerato y que estaba empezando a estudiar Medicina, le dijo que viera si Curro y Elías se podían quedar con la barbería, y que por su parte estaba la deuda saldada. Así se hizo, y el comerciante de Triana se olvidó de aquello, muriendo al cabo de los años. Sus hijos heredaron su negocio de muebles. Un buen día se presentó allí un médico para comprar unos muebles para su consulta. El hijo del que había sido fiador del maestro Urbano recordó vagamente la cara:
-—Sí —le dijo—, está usted en lo cierto. Yo soy Vicente Romero Pérez de León, hijo del maestro Urbano, el barbero de la calle San Jacinto a quien tanto ayudó su padre y gracias a quien pude terminar la carrera de Medicina.
En Triana ya ni siquiera se acuerdan de esta historia, aquel barbero tuerto que tuvo un hijo que se hizo médico. Mucho menos recuerdan todavía que aquel don Vicente Romero, el hijo de Urbano, tuvo una hija, Carmen, que se casó con un muchacho abogadito que se llamaba Felipe González.
 

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