ANTONIO BURGOS | MIS MEJORES RECUADROS


Doña Sevilla Coronel

 Bueno, que no me vengan los oficiantes del falso rigor diciendo que doña María Coronel no se desfiguró el rostro con aceite hirviendo cuando don Pedro el Cruel la requirió de amores. Que no me vengan como siempre los rigurosos de la historia con el papel de lija de borrar las más bellas leyendas de Sevilla. En estas horas de incertidumbres, lo único entero, pleno y verdadero es la belleza de la leyenda, a saber: don Miguel Manara fue don Juan Tenorio; la Giralda no se cayó en el terremoto de 1755 gracias a que aguantaron Santa Justa del lado de Sevilla y Santa Rufina del lado de Triana; a la Virgen de los Reyes la hicieron unos ángeles mancebos que por aquí acertaron a venir; el Hombre de Piedra está allí empotrado en el muro porque no se arrodilló ante el Santísimo, y que tomen nota los descamisados y los mitrados de cuanto puede ocurrirles si no se arrodillan en Jueves de Corpus; los seises se han de acabar el día en que sus ropas estén deshilachadas de puro viejas; al Cachorro le entran y le salen los ratones por la boca; la calle Sierpes se llama así por una que se comía a los niños crudos y que, en matándola, hizo que un esclavo alcanzara la llana condición de liberto...
Estas son las certezas de Sevilla, a las que les hemos hecho la prueba del nueve del olor de una moña de jazmines, del sonido del cántaro de unos campanilleros, del tacto del cinturón de esparto de una túnica que planchaba una madre. En ninguna de estas leyendas cabe la menor duda. Dejemos las dubitaciones para todo lo demás, para los hechos que se nos quieren presentar como ciertos y que quizá no lo son ni en la mente de quienes los pensaron.
Y tan es así, que no solamente doña María Coronel se desfiguró la cara con aceite hirviendo, aceite del olivo de Minerva, aceite del huerto de los olivos de Montesión, cuando don Pedro el Cruel, que venía de ver a la vieja del Candilejo, celestina de las noches con rodillas que crujían, la requebró de amores; no solamente se desfiguró el rostro aquella hermosa hembra, sino que Sevilla se quedó con la copla y tomó de ella ejemplo y ejecutoria.
En este día de diciembre han bajado a decírmelo los ángeles mancebos que hicieron de cosarios de la corte de París para traernos a la Virgen de los Reyes. En este día de diciembre me lo ha confirmado don Miguel de Mañara con el silencio del lenguaje de unas rosas. En este día de diciembre me lo ha asegurado con un tiento del cuarto tono Maese Pérez el organista.
Que fue que Sevilla, requebrada de amores por quienes querían conquistarla, que la creían mujer fácil y amante de una sola noche, tomó el aceite hirviendo de los puestos de calentitos de la madrugada; el aceite hirviendo de los pavías de Enrique el de la calle San Jacinto; el aceite hirviendo de freír pedacitos en las Pescaderías Gallegas, y se lo echó en el rostro. Aceite hirviendo sobre las columnas de los patíos de los palacios; aceite hirviendo sobre los torreones de las esquinas de las grandes casas; aceite hirviendo sobre los compases de los conventos; aceite hirviendo sobre los balcones de palo de los corrales de vecinos; aceite hirviendo sobre el hierro con macetas de geranios de las ventanas de San Julián; aceite hirviendo sobre las barreduelas con losas de Tarifa; aceite hirviendo sobre la plaza del Duque; aceite hirviendo sobre las recovas de la calle Imagen... Querían conquistarla, pero ella voluntariamente se desfiguró, y se recluyó de por vida en el secreto de un baile de seises, en la clausura de unos nardos de agosto, en la celda del romero de junio, en los maitines de una madrugada de ruán y terciopelo verde.
No lo digáis a nadie, pero no otra sino Sevilla misma fue la que se desfiguró el rostro con el aceite hirviendo de una piqueta, para no entregarse más que a quienes la amaban secretamente, aun contrahecha su natural belleza. No lo digáis a nadie, pero don Pedro el Cruel siguió secretamente amando a doña María Coronel cuando la cara se quemó con aceite. Del mismo modo, nosotros seguimos secretamente amando a esta Sevilla que se desfiguró el rostro para no entregarse más que a los que se beben los vientos por su aire.


 

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