ANTONIO BURGOS | MIS MEJORES RECUADROS


Un hallazgo en la luz

 En cuanto abrió el balcón se dio cuenta de que sobraba ya en la salita el olor a alhucema de la copa, que sigue siendo de cisco picón, en aquella casa, como él dice, gracias a Dios no ha entrado el brasero eléctrico, siguen en la grata, calentita duermevela de la siesta de mesacamilla, butacón y badila, con el televisor muy bajito como una nana que los tiempos trajeran a aquella casa de los viejos relojes firmados por Sanchís, y el cuadro de Fernando Tirado, y las pilistras del patio, y el 1887 campeando en el hierro de la cancela, casa de antigua consulta de médico, como para salir de ella vestido de nazareno del Silencio o del Gran Poder, o todo lo más de la Quinta Angustia, casa del barrio de San Vicente con la cochera donde, cuando en la ciudad no había apenas automóviles, entraba todas las tardes el viejo Studebaker del padre que, solo, se sabía el camino de las visitas de la iguala, de la casa de socorro de la calle Alhóndiga y del Hospital Central. Abrió el balcón y pensó lo que nos gusta a los sevillanos ventilar las casas, poner las alfombras sobre los hierros de los balcones, llevar la ropa arriba a la azotea a blanquearla de sol y de lejía; lo que nos gusta a los sevillanos un aire, que hasta le dedicamos una calle en la más alta Roma de la memoria.
Y en cuanto abrió el balcón, la luz le dijo al friolero sevillano que ya sobraba el olor de la alhucema, y hasta el abrigo del perchero. La luz en Sevilla dice muchas cosas, es el mejor almanaque que la ciudad tiene. Y la luz le dijo, de golpe, que la ciudad estaba a punto de pisar los umbrales de sus anuales glorias. Fue entonces que pensó que había llegado la hora de cumplir con el rito de todos los años, rito que repite desde muchacho cuando ve que la ciudad, tan bella, es una mujer que al despertase se ha puesto ante el espejo del río los afeites de esta luz inigualable. El sevillano friolero y clásico se echó a la calle, por primera vez a cuerpo desde Tosantos, y se encaminó hacia la plaza del Museo. Mirando iba por los árboles, como quien un prodigio busca, que en sus hojas veía ya reflejarse con mayor limpieza que hace apenas dos días el sol que por la calle de las Armas llegaba. Y por Bailén siguió, a mirar por los árboles de la calle Canalejas, que ya tenía una luz de torero ante un cochecuadrillas en la puerta del Colón. Nada encontró, como no lo halló luego por San Pablo, cuando, tras entrar un momento en la Magdalena a rezar a la Quinta Angustia de su Virgen (el ola de un avemaría y el adiós de una salve, nada, una visita de cortesía a una vieja conocida), siguió por Méndez Núñez, a la plaza, y anduvo rebuscando primero por la acera del Hotel Inglaterra, donde de niño le traían a ver desfilar a los requetés, y luego por el andén, con la memoria de cuando eran cuatro gatos, él, su novia y cuatro amigos, los que venían a ver a la Virgen del Museo por esta acera sin cables del tranvía.
Desesperanzado estaba en su búsqueda, porque tampoco allí encontró lo que quería, cuando, ya de vuelta al barrio, después de las paraditas habituales de los conocidos de la calle Sierpes, llegó al Duque, y entre tenderetes de vendedores y olor a cueros marroquinos iba perdiendo su esperanza. Entró aún a San Antonio Abad, por el compás de promesas de las velitas rojas del Silencio, y salió por la puerta de General Moscardó. Y tampoco lo halló, por lo que volvió al corazón del barrio. Y a la puerta casi de su casa estaba cuando allí, en la calle Cardenal Cisneros, se produjo el hallazgo de cuanto la luz del balcón abierto le hizo barruntar. En el naranjo, el primer azahar de la ciudad. Ayuda pidió a un zagal que pasaba para que le alcanzara aquella rama con aquellos seis brotes. La cortó y amorosamente la cogió entre sus manos. Llegó a su casa, buscó a su mujer en la cocina y se la dio:
--- Mira, Carmen, te traigo como todos los años el primer azahar...
Y como todos los años por este tiempo, por esta luz, novia otra vez de internado y uniforme, Carmen se volvió a emocionar como la vez primera.


 

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