Por muros y
azoteas, por tejados y miras, por patinillos y balcones, las
lentas, tercas, implacables aguas le han dado una nueva
color a Sevilla. Si subes a la Giralda y miras el caserío de
la ciudad, azotada de los vientos, calada de los
chaparrones, oliendo a humedad rezumante por calles y
piedras, verás que los tejados de Sevilla han tomado un tono
verdoso. Cantan el secreto poema de la verdina. Hay una luz
distinta, que cubre a Sevilla de tonos grisáceos y que hace
más blanco que nunca el mármol de las columnas de los
patios, de los balcones de la Giralda. Hay una luz distinta,
en la que reluce, única, la color de la verdina. Parece como
un sueño: es como si Sevilla estuviera en una orilla de la
mar, madera de embarcadero, piedra de muelle, roca de
rompeolas. Una Sevilla húmeda, que parece volver al tiempo
en que el lago Ligustino se abría hasta Sanlúcar; al tiempo
en que el río tendía un brazo para rodear la cintura de la
ciudad por la Alameda; al tiempo en que los asistentes
indianos todavía desecaban lagunas en el Compás de la
Mancebía o en que los condes de Barajas sembraban de álamos,
fuentes y mármoles romanos estas humedades de verdina.
La otra tarde nos asomamos desde el balconcillo de los
maestrantes a una plaza de toros vacía, húmeda, en silencio.
Tiene la plaza de toros en el invierno algo de cerrado
campero. Algo de placita de tientas. Hay un silencio de
campo metido en los hondones de la memoria del Arenal. La
plaza piensa, sueña, recuerda. Ni un sonido llega, soñando
los vuelos de los vencejos de la primavera junto a los arcos
de las gradas. Ni una luz llega, soñando el sol de una tarde
de abril en que Sevilla proclamará la resurrección de la
vida y de la muerte. La plaza, en su silencio, habla de
muchas cosas. Y tiene una color con la que nunca la vimos.
Es verde. La ladrillería de los tendidos, allá por el 6,
allá por el 4, es verde de verdina. Y la plaza recuerda con
ese color el vestido de un muchacho que sueña con debutar
con caballos una tarde de junio. Y la plaza recuerda con ese
color el verde color del miedo que seca las gargantas y
manda llenar los búcaros y los vasos de plata junto al olivo
de toallas de mozospás y palabritas de apoderados a un oído
que no oye.
Parecía un sueño la plaza de toros, con los tendidos
habitados por el silencio de la verdina. Parecía un sueño la
plaza de toros, con el callejón húmedo, convertido en carril
de finca, en vereda de carne del lejío de un pueblo. Un
silencio de campo. Verde como el campo andaluz del invierno.
Y ahora que lo piensas, que ves que el campo se ha metido en
el Arenal con el silencio del sueño de los cuatreños en las
corraletas vacías, en el palco de toriles sin clarines, en
el tendido once sin viseras de cartón, consideras que
también Sevilla se hace pueblo con estos colores del
invierno. La verdina de los muros, de las azoteas, de los
tejados, de las altas miras, de los hondos patinillos, de
los vacíos balcones, le da a Sevilla un color de pueblo.
Llueve como en los pueblos de la sierra, suena la lluvia
como en los pueblos de la campiña, llega el viento como a
los pueblos de los puertos. Para darse fuste, sale de la
bella, grisácea luz una columna, que presenta la tarjeta de
visita del blancor de un mármol antiguo. Balancean su cabeza
las palmeras despeinadas, en la eterna duda de la luz que
perdieron, de la brillante luz del tiempo de toros y
tambores. Tiene verdina el tronco del naranjo de la plaza de
San Vicente, soñando túnicas negras el Lunes Santo. Tiene
verdina el ladrillo de los bancos del Parque, soñando amores
por la primavera. Tiene verdina el fauno de las Delicias,
soñando noches de azahar y exámenes. Tiene verdina el rincón
de la calleja cuyos adoquines pisarás con prisas el Domingo
de Ramos, y verdina tiene la ventana desde donde oirás una
saeta, y la azotea que asomará sus macetas de geranios una
mañana de mantones de Manila y Majestad en público.
Por azoteas y muros, por miras y tejados, por balcones y
patinillos, las lentas, tercas, implacables lluvias antiguas
han pintado la ciudad con el empaque antiguo de la verdina.
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