Venid,
ruiseñores de las higueras bravías que asoman a las
desiertas calles de adoquines y recuerdos de la corneta del
brigada Rafael desde las tapias de los solares del barrio de
San Bernardo. Venid, canarios de los balcones de la calle
Feria, jilgueros de las jaulas de los domingos de la
Alfalfa. Venid, vencejos de mayo por las esquinas de la
calle Santa Clara, cuando acabáis de quitarle las espinas al
Gran Poder en los atardeceres que por eso ya huelen a
jazmines, que es el pago en especie de olor que Dios le da a
Sevilla.
Venid, los cantores de la memoria del Miserere, de la saeta
antigua que nos hizo llorar una noche en la Alcaicería
debajo de un antifaz negro y junto a una manigueta; venid,
los cantores de las alegrías y las penas de Sevilla, novios
cartujanos, mocitos pintureros, claveles en la maceta,
mantones de Reina que pasan por el puente de Triana, Pilatos
que pasa haciendo garabatos con la mano izquierda, naranjas
que nos da el mar, ferrocarriles en caminos llanos, uni,
doni, quini, quitoni, latines de la memoria de plazoleta y
albero de los jardines, del bocadillo de la merienda en el
recreo, del tranvía de la Ronda, de la lluvia antigua, de
las bajantes de los canalones, de los zapatos mojados, de
los indios del Coliseo España, de la horchata de Fillol.
Venid, relojes que no marcan las horas, sueños que mirando
al mar soñé, río donde no debes mirarte, casa, niña,
ventana, y cantad con la memoria de las cosas de Sevilla.
Que más blanca que la nieve que con un saco al hombro
sacaban los muchachos de aquel carro pintado de amarillo que
con una lenta mula sobre los adoquines de la calle venía;
que más blanca que la cal del hambre con macetas en latas de
tomate, más blanca que la túnica del primer nazareno que
vemos el Domingo de Ramos en el Salvador, más blanca que la
color del pañuelo que está en la sebada punta de la cucaña
de julio, cuando reverbera el sol detrás de las tapias de la
calle Castilla, sobre el río... Que así fue, ruiseñores,
cantores de Sevilla, novias de las esquinas, de Pura y de
Limpia esta Pureza que con la certeza de una calle de Triana
hoy Sevilla levanta al cielo en forma de bandera sobre su
torre mayor. No mirad con los ojos del cuerpo, cantores de
Sevilla, coplas de la memoria, ruiseñores de las jaulas de
los balcones de los barrios, pañitos de croché tejidos con
la historia; no mirad ese monumento donde unas flores anoche
llevaron. ¿Qué mejor monumento que el que levantó en Sevilla
el Hijo de esa Muchacha que hoy la ciudad celebra? El mejor
monumento a la Purísima, venid, ruiseñores, para verlo, es
este cielo. Sevilla no hizo otra cosa que imitar el color de
ese cielo, dejarse indolentemente llevar por él, como un río
que lento va a la mar de Sanlúcar. Hubo unos hombres que
sacaron una bandera y una espada. Cada madrugada, en la
calle Francos, ves pasar a esos hombres, que con su silencio
siguen llevando el testimonio de esa luz, la desnuda hoja de
esa espada, que el frío de la noche hecho acero parece y que
rompe el aire como la saeta que suena en un fagote. Más que
espada y bandera, que no es la nuestra tierra de guerra, no
se ponga usted así, maestro, más que una espada y una
bandera, podían haber sacado un espejo para mirar el cielo
en él y proclamar la certeza de cuanto defendían, de cuanto
defendemos, vencejos de las esquinas, canarios de las
barberías, plata de los railes del tranvía. Ese espejo pudo
ser el río. Ese espejo pudo ser la fuente.
Porque cantan los pájaros con la voz de un seise, y porque
es la certeza de la duda, hoy saco todos los espejos de
Sevilla, los espejos de las salas y alcobas, los espejos de
las peinadoras de nuestras madres, los espejos de los
cuartos de baño de las pensiones de la calle Escarpín, los
espejos del Anís Machaquito del serrín de las tabernas, los
espejos del Britz, los espejos de los palcos del Teatro de
la Exposición, y los pongo a brillar mirando al cielo, para
que al cielo reflejen y canten con un azul purísimo de nieve
de bautizo de azotea la eterna copla de seises que desde
siglos proclamó en Sevilla todo el mundo en general.
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