La misma
noche de su muerte había cenado en casa de Jaime García
Añoveros, con Olivencia y unos pocos amigos. Los que
formaron parte del apostolado de aquella última cena cuentan
que Romero Murube estuvo como siempre: sobrado, que decía su
amigo y paño de lágrimas don Antonio González Nicolás.
Joaquín Romero Murube estaba siempre sobrado a la hora de
plumear un artículo. Paco el linotipista, el tío de Juan
Bustos el locutor, era el que los componía. Paco, cuando me
daba un cigarrito Pall Mall que sacaba del chibalete de las
matrices raras de su linotipia, me señalaba aquellos folios
escritos a mano por Joaquín, que tenía en el atril de la
máquina, debajo de una bombillita como de concha del
apuntador del teatro San Fernando. Era una letra firme y
clara, como su pensamiento. En líneas más derechas que una
vela, escritas como estaban apaisadamente en el folio. Y
Paco el linotipista traducía el culto y taurino "sobrado" a
un adjetivo de corral y barrio:
-- Este don Joaquín está siempre sembrado...
Anduvo también sobrado, excedido, de amor a Sevilla. Cargaba
con su propio tópico:
-- Las cosas de Joaquín...
Los muros del Alcázar llegaron a ser su trinchera civil,
arquero que disparaba las saetas líricas de García Lorca.
Las últimas veces que lo vi siempre me respondía igual:
-- ¿Cómo estás, Joaquín?
-- Pues ya ves: aquí, jartocoles...
Estar harto de coles quizá sea la suprema expresión del
distanciamiento de la sevillana indolencia, de la que hizo
un arte. Pasaba por el poeta oficial de una ciudad que
despreciaba profundamente la literatura. Treinta años
después de aquella última cena en casa de Añoveros, Joaquín
sigue cargando con los mismos tópicos. Yo por eso quiero
acordarme ahora de la mañana de su entierro. Fui de
plumilla, a hacer la información. Sacaban el ataúd de su
Alcázar y había un silencio impresionante sobre los chinos
lavados y las columnas del Apeadero. Iba Joaquín en una caja
camino de la iglesia del Sagrario ("al gorigori de estos
cabrones", me hubiera dicho), y en el Apeadero, cuando ya se
fue el valdeslealesco cortejo de falsedades, quedaba la
carroza de los Montpensier de la Sacramental del Sagrario. Y
quedaba un coche. Un coche negro. En el Apeadero del Alcázar
era un símbolo del escritor aquel Volkswagen negro en el
que, horas antes, había vuelto de cenar en casa de Añoveros.
En el entierro de Kennedy, que habíamos visto por televisión
unos años antes, iba un caballo blanco sin jinete. En el
entierro de Joaquín no iba un coche negro sin conductor. El
coche del poeta quedaba allí en su Alcázar, como un perro
sin amo. Aquel Volkswagen negro. Un escarabajo, modernísimo
para su tiempo. Lo vi aquella mañana y lo evoco ahora. Nada
menos tópico que aquel coche de Joaquín. Nada más real que
aquel coche. A Joaquín lo quiso Sevilla arrempujar hacia el
siglo XIX, "las cosas de Joaquín", pero era un escritor de
su tiempo, cuyo compromiso social se llamó Sevilla. Un
hombre de Volkswagen y no de carroza de Montpensier. Andando
los años, volví a ver el inconfundible escarabajo negro de
Joaquín, muchas veces, aparcado en el hotel Alfonso XIII.
¿Habrá vuelto Joaquín? Indagué, y aquel Volkswagen negro era
ahora de un camarero. Quien, Sevilla al fin y al cabo, quedó
absolutamente indiferente cuando le dije: "¿Pero usted no
sabe que ese coche era de Romero Murube?".
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