En mi esquina, como en todas las de España, hay un chino.
Hasta hace poco, un chino era una piedra pequeña, un canto
rodado con el que los alarifes hacían maravillosas figuras
en el empedrado, como el escudo del Betis en la Plaza Nueva.
A estas piedrecillas usadas para artísticos pavimentos les
decían "chinos lavados", que ahora suena al oriental de la
tienda de mi esquina y a toda su muy trabajadora familia
recién salidos de la ducha. Un chino fue luego, con elisión
de la palabra "restaurante", un comedor barato con rollitos
primavera: "Cenamos en un chino". Que puede llamarse La Gran
Muralla Macarena o El Dragón de Chamberí, con una decoración
imposible y oro, siempre vacío, donde las lenguas de
vecindonas (vulgo leyenda urbana) dicen que a los abueletes
de los propietarios que la palman los meten en el
congelador, de ahí que en el ABC no se haya publicado nunca
esquela mortuoria alguna de un chino.
Ya todo eso pasó, todo quedó en el olvido: el chino lavado y
comer en un chino. Un chino es ahora la tienda de los veinte
duros que un oriental tiene en la esquina. Tiendas que, lo
siento, me maravillan. No por su contenido, sino por la
familia china que las atiende, trabajando de sol a sol, sin
domingos ni festivos. Aquí no hacen más que cerrar empresas
y abrir comercios de chinos. En mi barrio, aparte del chino
de la esquina, tenemos por lo menos, sin exagerar, siete mil
tiendas de los chinos. En sus dos variantes: los chinos
modelo Cortinglés y los chinos modelo Zara. Los explico.
Los chinos modelo Cortinglés son los que tienen de todo,
desde detergente de lavadora a paraguas para cuando empieza
a llover, de butacas de campimplaya a tierra para las
macetas. Y los chinos modelo Zara son los de ropa de señora
y lo que los cursis llaman complementos: bolsos, cinturones,
bisutería. Los chinos de ropa disfrazan sus tiendas de
europeas y les ponen Modas París y esas cosas, pero como la
mona y la seda: aunque el chino se vista de Zara, se le nota
en la cara. Pero el mayor mérito es de los otros, de los
chinos Cortinglés, de los que te venden, como los antiguos
Establecimientos Quillet, desde alfiler a un elefante. Cada
vez que voy a Carrefour, echo de menos al chino de mi
esquina. En Carrefour no encuentras nunca un dependiente que
te oriente en tu angustiosa búsqueda de dónde está la harina
para tartas. Tienes que andar la maratón hasta encontrarla,
sin nadie que te oriente, porque cuando encuentras a uno
para preguntarle, resulta que es el tío que está reponiendo
los yogures y no es de Carrefour, sino de Danone, y no sabe
ni papa. Pero vas al chino de la esquina, que está sentado
en su mostrador-caja teniendo a la vista la autoinstalada
batería de pantallas de televisión antirrobo, le preguntas
por la harina para tartas y te responde con voz de maderas
de Oriente:
-- ¿Halina taltas? Segundo pasillo, fondo delecha, aliba
estantelìa...
El chino de mi esquina se sabe el tío de memoria el
inventario completo de su tienda y sabe siempre dónde está
la aguja en aquel pajar. Pregúntele por un limpiacristales,
un cartón de leche, una bombilla, lo que quiera, que le dirá
el lugar exacto, sin mirar ordenador alguno. ¡Igualito que
los dependientes que no existen en Carrefour! Y luego, el
precio: ni código de barras ni nada. El chino, si no lo
sabe, se lo inventa: en un periquete te dice el precio
exacto de cuanto le pongas en su mostrador, sin titubear.
Una maravilla. El chino de mi esquina no es de la mafia.
Ojalá España entera trabajara como el chino de mi esquina y
su familia, que no habría crisis. Tan creativos y efectivos
son los chinos, que a unos de otra esquina sevillana, en la
Puerta de la Carne, que van por la observancia de Zara,
¿saben cómo les llaman sus encantadas clientas de ropas de
moda? Pues "Vittorio y Los Chinos".
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