ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Cielo Andaluz

Como una plaza partida de la barroca ciudad dual, en la plaza de los toros hay dos ruedos. Abajo está el ruedo de albero y rayas pintadas de colorado, no de rojo, no, de colorado, que es como llamamos al rojo en Sevilla, con nombre de pelo de toro que sale por los chiqueros adivinando capotes con sus ojos de perdiz. Albero... Yo creo que Dios creó en Alcalá los cabezos de albero para dar facilidades a los poetas populares, a los autores de sevillanas, a los romanceros toreros. Es más: yo creo que Dios igualmente quiso que de Camas, poco después de que apareciera en su término el Tesoro del Carambolo, llegara su otro tesoro, también medio tartésico, que fue Curro Romero cuando se le apareció a Sevilla en cuerpo y alma al bajar las manos toreando a "Radiador" de Benítez Cubero, aquella tarde que sustituía a Juan García Mondeño, el gaditano que se metió a fraile, como quería el hijo del Espartero en las sevillanas. Dios creó a Curro y Doña Andrea lo parió para que los poetas populares pudieran rimar albero con Romero y con torero. Así se las ponían al Fernando VII cuando escribía sevillanas para Los Romero de Bayona... Y este ruedo del tópico albero sevillano tiene una particularidad, contradicción suprema de los duales barrocos: Sevilla es la única plaza de toros del mundo que, a pesar de estar en el mismísimo Arenal, en su piso no tiene arena, sino albero.

Pero aun teniendo encima tantas coplas, tantos poemas, tantos grabados, tantos cuadros, tantas fotografías que son mejores que pinturas, hay un segundo ruedo en la plaza de albero del Arenal en el que pocos reparan: es, por decirlo con palabras de Borges pronunciadas en Sevilla, el ruedo cóncavo del cielo. El pisoplaza tiene tanta luz no sólo por el albero, sino porque el ruedo es como el redondo espejo velazqueño donde se refleja, como en una Venus de espaldas, el azul único del cielo de Sevilla, azul seise de la Purísima unas tardes, azul capirote de Montserrat otras, azul Carretería cuando la tarde se va poniendo larga y honda y triste porque, como en la nostalgia del Sábado Santo, la corrida se está acabando y pronto van a arrastrar al sexto.

Si ritual es el ruedo de albero de la plaza del Baratillo, el ruedo celestial, como órbita de observatorio de los ángeles de la gracia del toreo según Sevilla, es perfección de belleza, cruzada por los gritos alocados del vuelo de los vencejos a los que dije un día: "Vencejos del Arenal,/que en estas tardes de Feria/ bajáis a torear." En El Arenal son toreros hasta los pájaros. Que van midiendo la hermosura cóncava de ese cielo andaluz con derecho a Giralda que cubre el Ojo de Polifemo del ruedo, con el que Sevilla se mira a sí misma, ¿o es el ombligo de Sevilla, el que los sevillanos nos gusta mirarnos, el que sirve de pisoplaza para estas tardes de perfección y medida?

El cielo de la plaza de los toros está para que le toque la música, como a una eterna media verónica de inspiración que aún no ha terminado o a un par de banderillas asomándose al balcón del tiempo y saliendo andando. Todas las tardes la banda de Tejera le toca la música al cielo incomparable de la plaza de los toros. Como Gallito o Marcial, como Manolete, el cielo de la plaza de Sevilla tiene su propio pasodoble. Se lo escribió el maestro Pascual Marquina, el autor de "España cañí". Se llama "Cielo andaluz". Cuando suena en estas tardes de vencejos, mantillas blancas y olor a montecristos, yo me acuerdo de los aficionados que ahora están en ese cielo andaluz, viendo los toros desde los balconcillos de la eternidad. Está sonando ahora "Cielo andaluz". El tiempo no ha pasado. Y en nuestro rinconcito del 7 miramos más que oímos el "Cielo andaluz" entre Murillo y Velázquez y por dentro, Angelito Casal, le vamos dando gracias a Dios por dejarnos disfrutar de tanta belleza, para ti ya eterna junto a la saya rosa del Dulce Nombre de su Madre.

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