ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Restaurantes de 4 bocinas

Como sabía que voy frecuentemente a Munich a hacer un mandado, el amigo me preguntó qué me llama más la atención de aquella ciudad de la tierra de don Otto Moeckel von Friess (¡enhorabuena por sus 75 años baratilleros!). Le dije sin titubear (ni tartajear):

-- El silencio que hay en todas partes...

En Munich parece que por las calles está pasando siempre la Hermandad del Silencio. Del que hay. Lo que más me sorprende es que ves que en una parada están sesenta u ochenta personas esperando sus correspondientes tranvías, y allí no se oye una mosca. Todos en silencio. Toda la ciudad es una inmensa Madrugada de la Calle Francos cuando pasa el Silencio.

¿Y los restaurantes? Hay restaurantes bulliciosos en Munich, ciertamente. De ésos donde los tíos se ponen púos de unos macetones de cerveza que no te quiero ni contar (pero que no es Cruzcampo), todos sentados allí como en amor y compaña, en unas mesas larguísimas con unos asientos como bancos corridos, donde te sientas al lado de un señor al que no conoces absolutamente de nada. Y suena, además, en los más típicos, hasta una orquestilla bávara, así como la Banda de Tejera cuando va a tocar en la entrega de la Caseta de Oro en la Feria, pero con el tiroliro de ellos en vez de pasodobles. Bueno, pues en los más animados y bulliciosos restaurantes de Munich se puede hacer lo que no se logra en muchísimos de Sevilla:

-- ¿El qué, usted?

-- ¡Hablar!

Le temo a almorzar fuera de casa un fin de semana en este tiempo de primeras comuniones. Le recomiendo que si va a comer fuera con unos amigos, al reservar mesa donde vaya, pregunte antes si tienen ese día primeras comuniones. Como las tengan y le toque al lado una mesa larga, larga, con veinte o treinta abuelos, tíos, padres, cuñados, primos y amiguitos del comulgante, despídanse de poder hablar. Ni a chillidos. Ni a grito pelado. Saldrá usted afónico, de tanto forzar la voz para que le puedan oír entre tal algarabía. Y lo peor es que el ruido en estos restaurantes donde no se oye al que te está hablando en tu propia mesa es que todo el mundo en general, a voces, vaya partida, cada vez va gritando más, y más, y más, hasta desgañitarse, para tratar de hacerse oír.

Me río yo de la Ordenanza de Ruidos que ha sacado o va a sacar el Ayuntamiento, donde ponen las peras al cuarto a las campanas de las iglesias y a no sé a cuántas tonterías más.

¿Y el ruido de los restaurantes y de los bares? ¿Dice usted los que arman en la calle los niñatos y los ya no tan niñatos en las botellonas pijas a la puerta de los bares, o el ruido de los veladores? No, eso es lo de menos, aunque protestéis con toda razón los vecinos, querida Lourdes Valdenebro y abajofirmantes. Lo peor es el ruido que hay dentro de muchísimos restaurantes y bares, que no te deja hablar. Parece que la acústica de estos locales la ha diseñado un enemigo del dueño. Si el hombre ha podido llegar a la Luna, ¿cómo no hemos logrado acabar con el ruido de no poder hablar en muchísimos restaurantes de Sevilla? ¿Por qué el Ayuntamiento les exige rampas para los cojos, váter de minusválidos, salidas de emergencia y la biblia en pasta y no obliga a la insonorización? Ya que los sevillanos chillamos tanto, algo deberían hacer. Por ejemplo, clasificar los restaurantes no por la calidad, con tenedores, sino por el ruido de no poder hablar, con bocinas. Restaurantes de una bocina, de dos bocinas, de tres o de cuatro bocinas, según el ruido. Y enseñar a los sevillanos a aprender de la Madre y Maestra del Silencio. Como mi recordado Eduardo Osborne, que cuando le preguntó un amigo si había mandado a sus hijos a Inglaterra a aprender inglés, le dijo:

-- Inglés no sé, pero los he mandado para que por lo menos aprendan a hablar bajito.

 

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