ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 
ABC, 7 de noviembre de 2013
 
Una Casablanca sin Humphrey Bogart
 
    

En aquel tiempo, terminada la jornada del Jueves Santo en la ciudad sosegada y en calma, una vez que había comprobado en San Lorenzo que entre los Poderes del Señor figura el de hacer llorar a las legiones de Eoma, y ya verificada a la altura de la botica de la calle San Pablo que en cambio ni una lágrima lleva la Virgen de la Quinta Angustia, el cronista, en la soledad de la bulla, se dirigía a la Casa Becerra del Compás de la Laguna. Era a la incierta hora fronteriza de los máximos gozos. Ya habían aparecido por las calles los primeros abrigos para guardarse de los fríos de la Madrugada temprana de marzo, pero aún no se habían recogido las últimas mantillas de ver pasar a la Virgen del Valle por delante de las alfombras de Iñiguez. Y era entonces cuando en Becerra había un encargado de blanca chaqueta, atildado, elegante, de ensortijado pelo, agitanado, que, solícito, al verme llegar me preguntaba:

-- ¿Qué, lo de todos los años?

Y lo de todos los años era media de tortillitas de bacalao y media de pavías. Y una vez recuperadas las fuerzas, era que me dirigía al otro Arco, para ver ante la Plaza de la Calle Feria a los que lloraron ante El Que Todo lo Puede y luego a su Madre dando su clase de belleza y armonía en los Altos Colegios.

Me olvidé de aquellas lejanas noches de Jueves Santo. Y fue que abrieron en la calle Zaragoza una de las primeras tabernitas por el rito sanluqueño. Mínima. Recogida como un capote de paseo bien liado. Manzanilla y tapas clásicas. Unas papas aliñás de antología. Y unas poquitas mesas. La tabernita que pronto se puso de moda se llamaba Casablanca. Yo creía que era por el "Tócala otra vez, Sam, y ponme otra de sangre encebollada". Pero no. Era por su dueño. Por Manuel Casablanca Heras. Yo ya no me acodaba, pero a la segunda vez que fui a su éxito tabernario de la calle Zaragoza, me dijo Casablanca, presentándose:

-- Yo soy el que le ponía en Becerra las tortillitas de bacalao cuando venía usted de ver a los armaos en San Lorenzo e iba para la Macarena.

El negocio creció gracias al tesón y buen arte de Manuel Casablanca, el encargado de Becerra que se estableció por su cuenta. Y sin salir de la calle Zaragoza, su éxito lo trasladó pronto a otro local, más cerca de la Plaza Nueva. Y allí fue donde se convirtió en Proveedor de Tapas de la Real Casa. Cadenas tenía que haber puesto Casablanca a la puerta de su taberna, como están en la Puerta del Príncipe, porque allí estuvo el Rey. Estaba Don Juan Carlos en el Ayuntamiento en un acto de la Expo y se le antojó a su término tapear a la sevillana. Le preguntó a Ignacio Romero de Solís, quien lo llevó a la cercana Casablanca. El Rey quedó encantado con Casablanca. Tanto, que en otro acto de la Expo, hablando con una legacía mexicana de las sevillanas tapas, les dijo a los manitos:

-- Pues id junto a la Plaza Nueva, a un sitio que se llama Casablanca, y decid que vais de parte mía. ¡Veréis qué tapas!

Fueron los mexicanos, adujeron la regia recomendación y quedaron encantados con el tapeo sevillano, botanas novohispanas de ida y vuelta. Y le preguntaron al dueño por qué recomendaba aquel sitio el Rey con tanto entusiasmo. Y Casablanca, con todo el arte y la guasa de Sevilla, les largó el embuste:

-- Es que esta casa siempre tiene un detalle con él cuando llegan las Pascuas, y por eso el Rey nos recomienda tanto...

La Tabernita Casablanca pasó luego, ya con los hijos de Manuel, a su actual esquina triunfal de frente al Coliseo. Pero yo la recuerdo allí, en la calle Zaragoza de la Expo del 92, con su saloncito de cuatro mesas y sus tapas regias. Porque he leído en el ABC la esquela mortuoria de Manuel Casablanca Heras, hermano de Los Gitanos. Y en su sevillanísima Casablanca sin Humphrey Bogart, en su memoria digo: "Tócala otra vez, Manuel. Otra media de tortillitas, que esta noche tú estarás en el paraíso de las tapas poniéndole gloria bendita al Verdadero Rey, a tu Señor de los Gitanos".

 

 

 

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