ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABCde Sevilla, 8 de octubre de 2015                 
                                
 

Curas copleros

La sevillana rociera era (y es) una perfecta hermosura: "Cantaban a la Virgen/poemas/los juncos de la orilla/del Quema./ Tiempo, detente,/ que es tan grande el consuelo/ que mi alma siente.../ ¡Que duren mis anhelos/ eternamente!". Yo creía que la había escrito Aurelio Verde, o Paulino González, o Martín Vega: cualquiera de los autores que engrandecieron la calidad literaria de las sevillanas rocieras. Pero, miren por dónde, con el cuidado que me tomo de poner siempre al autor de letra y música cuando cito una canción, no sabía yo que la había escrito un cura. En la muerte del reverendo don José González de Quevedo Alvarez (que se escribe así y en rociero se pronuncia "el cura Quevedo") me entero tardíamente que esa hermosura, como muchas otras coplas que el pueblo canta y no sabe de quién son, la escribió este padre de la Compañía de Jesús, que hizo lo mismo que Muñoz y Pabón: la pastoral de la sevillana rociera. Cantando también se reza; y quien no lo crea "que se vaya al Rocío y que lo vea", como decían los Hermanos Reyes; o que escuche ese cruce de saetas como batallas de venablos líricos en la salida del Gran Poder; o a cualquier hermandad cantar su propia hímnica; o la Salve Marinera de Manolo Garrido según Triana en la calle Pureza; o, junto al Arco de la otra Esperanza, se entere por qué bajó del cuelo a Sevilla para hacerse Macarena, en la letra de Joaquín Caro Romero: que su mejor premio Adonais es que Sevilla entera cante estos versos que escribió con tinta verde de cirio de último tramo de la Esperanza.

No tuve la fortuna de conocer al Padre Quevedo. Como digo, hasta desconocía que fuera coplero del Rocío, como de este "Tiempo detente" al que puso música José Manuel Moya y que hicieron universal Los Romeros de la Puebla. O que escribiera también con música de Moya aquel "Tengo en mi casa un tambor", al que en tiempos del Eurobetis de Gelán y del Currobetis de Peris y Ramírez hasta le hicieron los verderones un popurrí tela de simpático: "Tengo en mi casa un balón/y un retrato de Gordillo".

Lamento que no me hubiese encontrado con el Padre Quevedo en Portaceli. Hubiera sido el complemento perfecto de poesía popular para la poesía culta que me enseñó a paladear mi maestro. el exquisito Padre Ortiz. Leo la biografía del Padre Quevedo y es la clásica de tantos jesuitas de la Bética. Nació en Málaga, en 1926. Noviciado en El Puerto, Filosofía en Comillas, años de maestrillo e inspector de curso en El Palo; Teología, ordenación y destino en el Centro Misional de Montilla, desde el que se recorrió medio mundo. Pero halló en El Rocío su propia cantera pastoral. Esos curas de sotana que el lunes por la mañana saca el pueblo a hombros, como toreros de la Gracia de Dios, para que marcando el ritmo con los brazos le recen la Salve a la Virgen de la Rocina cuando visita los simpecados de las hermandades. El Padre Quevedo hacía el camino con Sanlúcar de Barrameda; la Hermandad Matriz lo nombró hermano de honor. Se hartó de predicar líricas novenas a la Virgen. A la del Rocío, en cien hermandades; a su Pastora, en Cantillana; al Carmen, en Camas. Y hasta al Rosario de Montesiòn, a la que en un triduo le recitó un poema tan emocionante que la hermandad convirtió en su Salve, con música de Rafael Bermúdez.

"Cosas de Ella", le puso de título el libro que publicó en 1996, como una antología de todos sus piropos a la Virgen. En su muerte he pensado en Muñoz y Pabón, el otro gran difusor de la devoción rociera y autor de las coplas que el pueblo, con tonadas como de antiguo Rosario de la Aurora, sigue cantando sin saber quién la escribió: "La Virgen del Rocío,/ no es obra humana/ que bajó de los cielos/ una mañana./Eso sería, eso sería/para ser Reina y Madre/ de Andalucía..." El pocito del Rocío, siempre manando el agua clara de las sevillanas de sus curas copleros. No sé si la Iglesia los comprendió, pero predicaron la Palabra con la pastoral de la copla y la alegría. Y en el caso del Padre Quevedo, no era nada Quevedo: porque Quevedo era un madrileño malaspulgas, esquinado y saborío. Y el Padre Quevedo era el barroco andaluz Góngora de nuestros sentimientos de amor a la Virgen del Rocío hechos poemas y coplas, que sabía meter en el repeluco de los cuatro versos y el remate de los tres del bordón de una sevillana.

 

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