ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 28 de julio de 2016               
                             
 

Un mártir

Y lo más paradójico es que todo ocurrió justo un día después que celebráramos la fiesta del Apóstol Santiago, a quien el buenismo imperante le ha quitado su título de Matamoros, que lo hemos dejado para una tienda de muebles, que no sé si cerró o sigue abierta; en este caso, el día menos pensado la multan por llamarse así. Los moros no sólo no fueron vencidos por Santiago Apóstol con su caballo blanco en la Batalla de Clavijo, según lo retrata su abundante y artística iconografía, sino que no existen. Ahora son norteafricanos o magrebíes. Ni los de Mauritania, nombre de raíz latina de la cuestión, son moros. Y me consta que por haber escrito cuanto aquí queda firmado y rubricado me llamarán racista y maurófobo, como otros se proclaman maurófilos, los buenistas equidistantes de las tres culturas y otros embustes históricos, que se olvidan por cierto de los mártires de Córdoba, sin ir más lejos.

He leído muchos pésames públicos por el sacerdote Jacques Hamel, degollado cruelmente tras ser humillado mientras decía misa en su parroquia normanda de Saint Etienne, y algunos, empezando por el que ha puesto en Twitter don Mariano Rajoy, me han hecho pensar, por la cobardía de la equidistancia con que estaban redactados, que el martirizado cura francés había muerto poco menos que de infarto, de un susto gordo cuando vio entrar en su iglesia a la morería con las armas en la mano, como las huestes de la batalla de las Navas de Tolosa, pero sin Edad Media y sin Andalucía por rescatar por San Fernando para incorporarla al Cristianismo y a Europa.

"Muerte", "fallecimiento", "asesinato". De todo esto he leído. Pero no la suprema verdad del Padre Hamel: martirio. Díganme si no es dar la vida por la fe que un sacerdote, celebrando el santo sacrificio de la misa, ofrezca la suya como símbolo de los valores cristianos que ahora se quieren negar. Por lo visto, eso de mártir le suena al personal a circo romano, a leones en el Coliseo o todo lo más a Justa y Rufina, las hermanas alfareras ajusticiadas porque no les gustaban las cofradías paganas de la Triana de su época.

Lo de este buen cura francés es un martirio en toda regla, ante el que observo tibieza por reconocerlo en la propia Iglesia y, si me lo permiten, hasta en las palabras del Papa. Hablando de papas, su imagen me ha recordado la de Benedicto XVI, el pontífice intelectual que a tantos nos gustaba tanto. Y su dedicación a su parroquia, ya jubilado, me ha recordado a un desaparecido, querido y cercano sacerdote: a nuestro don Ángel Martín Sarmiento. Don Ángel, como el mártir Jacques Hamel, estaba ya jubilado, pero seguía ejerciendo su ministerio en mi parroquia del Corpus Christi, con los mismos ánimos y entrega que un seminarista recién ordenado. Así, así de años andarían el muy bético capellán Don Ángel y nuestro nuevo mártir de Normandía. Por eso me ha apenado más su martirio: porque a pesar de la jubilación y de los años, seguía echando todas las manos necesarias en su parroquia. Su vida, ahora entregada a Dios por ser quien era y representar lo que representaba, me ha recordado muchísimo a la del Padre Sarmiento.

"Santo subito" decían las pancartas en la plaza del Vaticano a la muerte de Juan Pablo II. Pues lo mismo digo sobre el sacerdote mártir de esta III Guerra Mundial no declarada, una guerra de religión que Roma no quiere reconocer. "Santo subito" este mártir del siglo XXI que fue degollado mientras le gritaba la morería lo que tanto escucharía el Apóstol Santiago Matamoros: "Alahu Akbar", "Alá es el más grande". Con la paradoja de que eso mismo es lo que los cristianos pusimos sobre la Giralda mora: "Turris Fortissima Nomen Domini". Así que yo le toco ahora las palmas del martirio a este sacerdote francés a la que el buenismo y la equidistancia de una sociedad cobarde no quiere incluir, como hago, en el martirologio cristiano.

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